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La noche estaba nublada, pero no muy obscura. La luz de la luna se cernía al través de la capa de nubes, dejando bien percibir los objetos a corta distancia. Caminaba con premura, apoyándose en un grueso bastón de estoque. Además llevaba en el bolsillo un revólver. Sentía una tristeza profunda. Aquella prueba que iba a hacer le causaba temor y remordimientos a la vez.

Les dijo, por medio de uno de sus monteros, que podían ir andando, pues no tardaría en alcanzarlos. La mañana estaba nublada y fresca. El toldo de nubes que cerraba herméticamente el horizonte no era, sin embargo, muy espeso: la luz pasaba por él sin trabajo. Del lado del Oriente se percibía la redonda masa inflamada del sol, prisionero entre cendales plomizos.

Se abalanzaron a la almohada, pero ni don Pablo ni misia Casilda podían desprenderle, tal temblor les entró a los dos; cuando lo tuvieron delante de los ojos, no podían leer, porque el susto les cegaba. Lee, Pablo, que mis ojos no distinguen nada. Lee , más bien, hija, tengo la vista nublada. Vete, Pampa, aquí estorbas.

La res sangrienta deja en la grama, y en una piedra que besa el agua, se sienta y mira, miéntras descansa, absorto, inmóvil, la faz nublada, el sonoroso raudal que canta, y sobre el lecho de piedras salta, y allá se pierde, y allá se escapa, cual las mentidas sombras livianas de los ensueños de la esperanza.

¡Pero, Luisa exclamó por fin ; no sabes lo que dices! ¡Reflexiona un poco! Hay que pasar muchas noches a campo raso, marchar, correr, y el frío y la nieve, los tiros... ¡Eso no puede ser! ¡Por Dios exclamó la joven, con voz nublada por las lágrimas y arrojándose a sus brazos , no me digas que no! Quieres reírte a costa de tu hijita Luisa...; no puedes abandonarme.

Trabajaba don Fermín en su despacho, envueltos los pies en el mantón viejo de su madre; escribía a la luz blanquecina y monótona de la mañana nublada. Un ruido le distrajo, levantó los ojos y vio en medio del umbral a doña Paula, pálida, más pálida que solía. ¿Qué hay, madre? Está ahí esa Petra, la de Quintanar, que quiere hablarte. ¡Hablarme!... ¿tan temprano? ¿qué hora es?

Desfilan ante la vista nublada las copas tomadas a escondidas en la trastienda de los almacenes de la manzana; las graciosas sirvientas con quienes uno se saluda más o menos cariñosamente en las horas de facción; los cigarrillos fumados clandestinamente en el zaguán de las grandes casas, durante la recorrida, y todos estos recuerdos se alzan pavorosos y cada uno es un fantasma que aterroriza.

Bueno, ve a buscar un coche. Lo tengo abajo. Salgamos entonces. Volvió a coger el paquete Raimundo. Ambos dejaron aquel cuartito donde nunca más habían de reunirse. Montaron en coche y éste les condujo camino de las Ventas del Espíritu Santo. Era una tarde de primavera, nublada y fresca.

Por eso quería hacerse rico de prisa, para tener algo que ofrecer a la novia y con qué amansar a los padres: la lotería, la Bolsa y la timba de clubs y cafés, todo lo ponía a contribución; hasta entonces su estrella seguía nublada, pero el gran día llegaría... porque forzosamente tenía que llegar. Entretanto, ¿a dónde iba? Por la tarde debía encontrarse en Palermo: ella estaría.

Se quitó el vestido, diciendo que no podía tener encima tales harapos, y pidió una y otra vez su baño, su querido baño. Por último, le trajeron a Riquín, y viéndole y acariciándole, descendió lentamente, en alas del cariño materno, de las borrascosas alturas en que su razón estaba tan nublada. Capítulo XVI Las ideas de Mariano. La síntesis