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El busto de un personaje desconocido que en Apsley House posee el duque de Wellington. El del letrado Don Diego del Corral, de cuerpo entero y tamaño natural, vestido con ropón, junto a una mesa y papeles en las manos. Debió de pintarlo hacia 1632, y es propiedad de la duquesa de Villahermosa.

Púsose el ropón de satén blanco, confeccionado por las manos de su madre, y sobre éste la alta y puntiaguda caperuza de terciopelo verde, que descendía sobre sus hombros formando una máscara y se prolongaba hasta más abajo de las rodillas, a modo de casulla. A un lado del pecho, el escudo de la cofradía estaba bordado con rica y minuciosa profusión de colores.

El Magistral siguió adelante, dio vuelta al ábside y entró en la sacristía. Era una capilla en forma de cruz latina, grande, fría, con cuatro bóvedas altas. A lo largo de todas las paredes estaba la cajonería, de castaño, donde se guardaba ropas y objetos del culto. Encima de los cajones pendían cuadros de pintores adocenados, antiguos los más, y algunas copias no malas de artistas buenos. Entre cuadro y cuadro ostentaban su dorado viejo algunas cornucopias cuya luna reflejaba apenas los objetos, por culpa del polvo y las moscas. En medio de la sacristía ocupaba largo espacio una mesa de mármol negro, del país. Dos monaguillos con ropón encarnado, guardaban casullas y capas pluviales en los armarios. El Palomo, con una sotana sucia y escotada, cubierta la cabeza con enorme peluca echada hacia el cogote, acababa de barrer en un rincón las inmundicias de cierto gato que, no se sabía cómo, entraba en la catedral y lo profanaba todo. El perrero estaba furioso. Los monaguillos se hacían los distraídos, pero él, sin mirarles, les aludía y amenazaba con terribles castigos hipotéticos, repugnantes para el estómago principalmente. El Magistral siguió adelante fingiendo no parar mientes en estos pormenores groseros, tan extraños a la santidad del culto. Se acercó a un grupo que en el otro extremo de la sacristía cuchicheaba con la voz apagada de la conversación profana que quiere respetar el lugar sagrado. Eran dos señoras y dos caballeros. Los cuatro tenían la cabeza echada hacia atrás. Contemplaban un cuadro. La luz entraba por ventanas estrechas abiertas en la bóveda y a las pinturas llegaba muy torcida y menguada. El cuadro que miraban estaba casi en la sombra y parecía una gran mancha de negro mate. De otro color no se veía más que el frontal de una calavera y el tarso de un pie desnudo y descarnado. Sin embargo, cinco minutos llevaba don Saturnino Bermúdez empleados en explicar el mérito de la pintura a aquellas señoras y al caballero que llenos de fe y con la boca abierta escuchaban al arqueólogo. El Magistral encontraba casi todos los días a don Saturnino en semejante ocupación. En cuanto llegaba un forastero de alguna importancia a Vetusta, se buscaba por un lado o por otro una recomendación para que Bermúdez fuese tan amable que le acompañara a ver las antigüedades de la catedral y otras de la Encimada. Don Saturnino estaba muy ocupado todo el día, pero de tres a cuatro y media siempre le tenían a su disposición cuantas personas decentes, como él decía, quisieran poner a prueba sus conocimientos arqueológicos y su inveterada amabilidad. Porque además del primer anticuario de la provincia, creía ser y esto era verdad el hombre más fino y cortés de España. No era clérigo, sino anfibio. En su traje pulcro y negro de los pies a la cabeza se veía algo que Frígilis, personaje darwinista que encontraremos más adelante, llamaba la adaptación a la sotana, la influencia del medio, etc.; es decir, que si don Saturnino fuera tan atrevido que se decidiera a engendrar un Bermúdez, este saldría ya diácono por lo menos, según Frígilis. Era el arqueólogo bajo, traía el pelo rapado como cepillo de cerdas negras; procuraba dejar grandes entradas en la frente y se conocía que una calvicie precoz le hubiera lisonjeado no poco. No era viejo: «La edad de Nuestro Señor Jesucristo», decía él, creyendo haber aventurado un chiste respetuoso, pero algo mundano. Como lo de parecer cura no estaba en su intención, sino en las leyes naturales, don Saturno así le llamaban después de haber perdido ciertas ilusiones en una aventura seria en que le tomaron por clérigo, se dejaba la barba, de un negro de tinta china, pero la recortaba como el boj de su huerto. Tenía la boca muy grande, y al sonreír con propósito de agradar, los labios iban de oreja a oreja. No se sabe por qué entonces era cuando mejor se conocía que Bermúdez no se quejaba de vicio al quejarse del pícaro estómago, de digestiones difíciles y sobre todo de perpetuos restriñimientos. Era una sonrisa llena de arrugas, que equivalía a una mueca provocada por un dolor intestinal, aquella con que Bermúdez quería pasar por el hombre más espiritual de Vetusta, y el más capaz de comprender una pasión profunda y alambicada. Pues debe advertirse que sus lecturas serias de cronicones y otros libros viejos alternaban en su ambicioso espíritu con las novelas más finas y psicológicas que se escribían por entonces en París. Lo de parecer clérigo no era sino muy a su pesar.

Pues, ¿qué será cuando me ponga un ropón ducal a cuestas, o me vista de oro y de perlas, a uso de conde estranjero?

En esto apareció en el ancho soportal, con otro farol en la mano, una especie de fantasma envuelto en un largo ropón, y cubierta la cabeza con una gorra de pieles. Al ver al aparecido los acompañantes de don Simón, corrieron a él; y con el acento del más afectuoso interés, dijeron a una: ¡Señor don Recaredo!...

Gabriel vio a su sobrino el Tato vestido con ropón de escarlata, como un noble florentino, dando golpes en las losas con la vara para asustar a los perros. Discutía con un grupo de pastores de la sierra: hombres negruzcos y retorcidos como sarmientos, con chaquetones pardos y abarcas y polainas; hembras con pañuelos rojos y faldas mugrientas y remendadas que pasaban de generación a generación.

Total, que gana más dinero que yo, y a pesar de esto, se cree postergado en su cargo... ¡Un empleo tan hermoso! ¡Marchar en las grandes procesiones al frente de todos, junto a la gran manga de la Primada, con una horquilla forrada de terciopelo rojo para sostenerla si es que cae, y vestido con un ropón de brocado escarlata, como un cardenal!

I, pág. 250. Hay conformidad en todos de que el traje era del color, pero no de la hechura del hábito de San Francisco; por ello, sin duda, discutiendo D. Angel de los Ríos y Ríos con el autor de la Iconografía española , opinaba que lo que pareció al cura de los Palacios ropa monacal por comparación de la sociedad en que vivía, no era otra cosa que el abrigo de los marinos; el tabardo de las órdenes militares; el capote petrificado en las costumbres; el ropón de que hablaba el Dr.

La siento levemente reclinada, muy levemente, como si llevase de mi brazo a un fantasma. Va vestida con un amplio ropón de terciopelo negro, y su cabeza es pálida, como el místico lirio de la luna. Sus ojos son verdes, como pequeños océanos tumultuosos, y tienen verdes ojeras como el licor emponzoñado con que la luna hace cantar a sus ahijados en los trágicos manicomios. ¡Los ojos de la Noche!