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El dejo que en el ánimo de ellos debe de quedar después de leída la novela no es desconsolador ni depresivo, sino que está lleno de suave y religiosa consolación y de la moralidad más verdadera y más alta. Yo creo que la novela del Sr. Montoto realiza cumplidamente el mencionado fin.

No hay en ellas nada de depresivo para ti... Por otra parte, nada tampoco tengo que decir de tu comportamiento personal... Es irreprochable... Y no ignoro que eres, por tu nacimiento y tus particulares prendas, digna de mi sobrino... Y aun ve si soy sincera: añado que, a mi entender, Pedro, al menos hasta ahora, no piensa en ti más de lo que piensas en él... Pero, al cabo, es deber de una madre... ¿no soy yo como una madre para ti?... es deber de una madre prever aun lo imposible cuando entra en juego el interés y la dicha de sus hijos... ¡ bastante generosa para escucharme hasta el fin!... Pues bien, si alguna vez pudiese entrar en la cabeza de mi sobrino y ceder a la tentación del atractivo que el fruto prohibido tiene para los vividores hastiados como él, me creeré en la imperiosa obligación de oponerme, por todos los medios posibles a la realización de su capricho... Voy, hija mía, a ponerte al corriente de nuestros secretillos de familia. ¡Tan grande es la confianza que me inspiras!... Mi sobrino Pedro no tiene sino... una insignificante fortuna, que basta apenas, aun sumadas las larguezas que yo agrego, que basta apenas, decía, a persona de su nombre y aficiones, para llevar pasablemente y con cierto decoro su vida no ejemplar de soltero... Supón que en una hora de locura se case con una muchacha sin dote... es la estrechez... la miseria... y, lo que es peor, a la larga un detestable hogar... porque mi sobrino, ya su capricho satisfecho, concluiría por tomar aborrecimiento a la mujer que lo habría reducido a una premiosa existencia... Verdad que hasta ahora es el heredero de mi fortuna, mas en primer lugar no he muerto... y puedo vivir todavía muy bien una treintena de años.

Si Romeo y Julieta, en medio de sus coloquios y deliquios, «bajo la pálida gracia elísea de las noches de luna» hubieran tenido una palabra hiriente o un concepto depresivo, aquel su estado de gloria se habría interrumpido al instante, y el vivo rescoldo de su amor se tornaría en llamarada de odio, o en triste y helada melancolía, o en torvo rencor, aunque luego desapareciese tal estado de ánimo para retornar al amor.

Esta le apretó con fuerza la mano poniéndose a caminar al lado de Pedro, mientras le decía agitada febrilmente: Nada de depresivo para usted... nada que pueda herir su dignidad... ¡Al contrario!... Se ha sentido conmovida hasta el llanto de lo que ella llama su generosidad de usted... Pero el caso es que ha tomado una gran resolución... Se va al convento... Entra carmelita... , señor, carmelita... Mi sorpresa es tan grande como la de usted... porque yo sabía que era piadosa, creyente, pero no beata... Necesariamente la lleva a dar este paso esa vida miserable que arrastra al lado de su horrible tía de usted... dispénseme usted la palabra... Le he prometido guardar el secreto para con todo el mundo, excepción hecha de usted... Porque su tía de usted se pondría furiosa de perderla y Beatriz no la prevendrá hasta el último momento por miedo de que le juegue una mala pasada... Y ahora, amigo mío, si quiere usted tomar mi consejo...

Por esto me pareció falso, infundado e injustamente depresivo para el ingenio y la cultura de los españoles, el sostener que las antiguas novelas son superficiales y epidérmicas, y que desde Bourget, Tolstoï y otros franceses y rusos se emplea para escribir novelas un arte nuevo, exquisito y profundo, por cuya virtud se logra que los lectores sientan y piensen mil y mil cosas inauditas, inefables y enteramente escondidas antes en las entrañas, en los abismos, en el centro inexplorado y tenebroso del alma humana.

¿Puedo saber por qué, señora baronesa? ¡Dios mío! porque el día que se case usted con ella esas mismas cualidades, algunas por lo menos, pueden convertirse en defectos... No soy yo por cierto la que le reprocharé el sentirse orgullosa de su nacimiento y de poner muy alto la estima de su nombre y de su propia persona... pero aun a mis ojos, muy indulgentes por cierto en esos particulares, la señorita de Sardonne exagera sus méritos... Tiene, y quede esto entre nosotros, más soberbia que Lucifer... Usted mismo lo va a experimentar si Dios no lo remedia, mucho me lo temo, mi querido señor... No voy hasta decir que menospreciará a su marido, que a nadie puede inspirar tal sentimiento, ¡no, señor!... pero una alianza como la que ella concierta, tan completamente honrosa por otra parte, está en demasiado abierta contradicción con las tradiciones, con las costumbres de su familia, y de nuestra sociedad, como para que la señorita de Sardonne no deje de sufrir, más o menos, en su fuero interno... ¡Ay! querido señor, tan bien como usted que bajo el punto de vista de la sana razón, todo eso es perfectamente absurdo... pero permítame que le diga que conozco mejor que usted las ideas que a ese respecto reinan en nuestro medio social... Muy poco han cambiado, créame usted, esos sentimientos desde la época de Luis XIV y de Saint-Simon... ¡Perdone usted! lo que va usted a decirme... ¡Va usted a hablarme de la revolución!... ¡Jesús! ciertamente ha habido la revolución... pero si la revolución ha podido arrebatarnos nuestros privilegios y aun nuestras cabezas, no ha podido quitarnos los beneficios de eso que ustedes llaman, si no estoy equivocada, atavismo... es decir, en viejo francés, la excelencia de una sangre que se ha destilado y refinado en nuestras venas de generación en generación por espacio de quinientos o seiscientos años... Y... esa sangre se revela a pesar nuestro, mi querido maestro, cuando se la mezcla con otra... más joven... más pura... ¡Dios mío! no digo lo contrario, pero que, en fin, ni es de la misma esencia ni del mismo color... Por consecuencia, no es el uso hoy, pese a la revolución, que una señorita de la nobleza se case con un industrial... un sabio... un escritor... un artista, sean cualesquiera sus méritos... Algunas veces, suelen verse señoras tituladas casarse con poetas o con artistas... pero ésas son princesas extranjeras... En Francia la cosa no tiene casi precedentes... Y no vaya usted a creer, mi querido señor Fabrice, que en tales procederes haya nada de depresivo para aquellos que son objeto de él... a nadie en el mundo le gustan más que a nosotros los escritores, los poetas y los artistas... Hacemos de ellos con el mayor gusto el ornamento de nuestras mesas, el interés y el atractivo de nuestros salones... pero no nos casamos con ellos... ¡Excúseme usted! va usted a decirme que somos menos difíciles en lo que se refiere a alianzas de nuestros hijos y que los casamos con señoritas más o menos bien nacidas con tal que sean ricas.

Más había; aquella señora que hablaba de grandes sacrificios, que pretendía vivir consagrada a la felicidad ajena, se negaba a violentar sus costumbres, saliendo de casa a menudo, pisando lodo, desafiando la lluvia; se negaba a madrugar mucho, y alegando como si se tratase de cosa santa, las exigencias de la salud, los caprichos de sus nervios. «El madrugar mucho me mata; la humedad me pone como una máquina eléctrica». Esto era humillante para la religión y depresivo para don Fermín; era, de otro modo, un jarro de agua que le enfriaba el alma al Provisor y le quitaba el sueño.

Las instituciones civiles y eclesiásticas admiten cualquier nombre, fuera del santoral: pero, una vez bautizado con el nombre de Epaminondas, es depresivo llamarle «Poroto»; si se le ha puesto el nombre de Sócrates, resulta ridículo y ofensivo para la antigua Grecia filosófica llamarle «El mono»; y si, en fin, se le puso el nombre de Washington, o de Franklin, es inadmisible llamarle «Piringo» o «El gringo».