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A la mañana, amo y criado yacían, aquél en el lecho, éste en el suelo. El primero tenía todavía abiertos los ojos y los clavaba con delirio y con delicia en una caja amarilla, donde se leía «mañana». ¿Llegará ese mañana fatídico? ¿Qué encerraba la caja? En tanto la Noche Buena era pasada, y el mundo todo, a mis barbas, cuando hablaba de ella, la seguía llamando Noche Buena.

Muchos antropófagos yacían en tierra, muertos o gravemente heridos; pero los chinos tenían pocas esperanzas de escapar, y no pocos de ellos habían sido muertos. Dos veces había disparado Van-Horn las lantacas, aun a riesgo de herir o matar a algunos chinos, y dos veces también intentó Van-Stael abrirse paso por entre los caníbales para socorrer a aquellos desgraciados; pero todo fué inútil.

En todo este tiempo, Rosalía dio de mano a las galas suntuarias. No tenía tiempo ni tranquilidad de espíritu para pensar en trapos. Estos yacían sepultos en los cajones de las cómodas, esperando ocasión más propicia de mostrarse. Ni se le ocurría a ella componerse... ¡Buenos estaban los tiempos para pensar en perifollos! ¿Era hastío verdadero del lujo o abnegación?

Los otros, es decir, la inmensa mayoría, la casi totalidad, los seis ó siete mil negros que respondieron al llamamiento, se marcharon al campo de la revolución impulsados por un solo sentimiento: odio al blanco, al blanco que en nada les había ofendido; que después de darles la libertad, hizo cuanto pudo por levantarlos del bajo nivel en que yacían... Santiago de Cuba, Junio 7, 1912.

Allí cerca, en la despensa, gallinas, pichones, anguilas monstruosas, jamones monumentales, morcillas blancas y morenas, chorizos purpurinos, en aparente desorden yacían amontonados o pendían de retorcidos ganchos de hierro, según su género. Aquella despensa devoraba lo más exquisito de la fauna y la flora comestibles de la provincia.

Sólo al reflejarse en las joyas que yacían a los pies del Redentor lanzaba hermosos y fugaces destellos. El silencio en aquellas horas era absoluto: ni aun el viento dejaba oír su voz plañidera en las ventanas. Respirábase en el cuarto una atmósfera de misterio y recogimiento que enajenaba a María y la penetraba de un placer embriagador.

Entre estos dos extremos, uno plebeyo y otro linajudo, yacían olvidadas en el corazón de don Juan docenas de conquistas intermedias, de las cuales ninguna hubo que le dejase en la memoria recuerdos mortificantes. Así que el hombre estaba triste y desazonado, porque ahora Cristeta le ocasionaba, juntamente, pesar de haberla perdido y casi disgusto por su proceder respecto de ella.

La sultana de la Andalucía se entregaba al sueño debajo de su espléndido dosel de estrellas. Dentro de su recinto, no obstante, velaba siempre el amor. Hasta el amanecer podían verse en sus estrechas y misteriosas encrucijadas algunos galanes que, como yo, yacían inmóviles, con la frente pegada a alguna reja.

Su sobrino el piadoso chantre D. Fernando Ruiz de Aguayo la mejoró, y trasladó á ella los cuerpos de su madre y hermanas que yacian en la capilla de las Once mil Vírgenes, dotando en febrero de 1460 doce memorias por las ánimas de su tio, de sus padres y hermanos, que se habian de cumplir sobre la sepultura de dicho señor obispo.

En la cámara todo era confusión, lo mismo que en el combés. Los sanos asistían a los heridos, y éstos, molestados a la vez por sus dolores y por el movimiento del buque, que les impedía todo reposo, ofrecían tan triste aspecto, que a su vista era imposible entregarse al descanso. En un lado de la cámara yacían, cubiertos con el pabellón nacional, los oficiales muertos.