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En seguida, la ímproba y conmovedora tarea de vestirme todos los dispersos perifollos: allí mi madre, allí la doncella, allí la modista; yo, como un maniquí, rodeada de luces y de espejos. El vestido, sin mangas y casi sin cuerpo, dejábame las carnes, de cintura arriba, medio a la intemperie.

En su temple de jamona fresca, con su aprovechada experiencia, su buen gusto y claro ingenio, necesitaba algo de más jugo, de más substancia que aquella insípida y continua exposición de mujeres frívolas y de hombres mentecatos, cargados de perifollos; fiestas en las que, tras de costarla un sentido, todos se divertían menos ella.

Jamás consintió, por ejemplo, en hacer a su hermano blusas para trabajar en la imprenta, ni bajó nunca a la tienda de la esquina próxima con pañuelo a la cabeza; a Pepe quería verle lo mejor vestido que fuera posible; y en sus trajes propios, aun luchando con la falta de dinero para adornos y perifollos, procuraba siempre imitar cortes elegantes.

Fuese amante o marido, hombre había por medio; era imposible explicarse de otra suerte el lujo que ostentaba, y mucho menos la existencia del niño. Lo más verosímil era que se hubiese casado, porque su severa elegancia, exenta de perifollos llamativos, no era propia de aventurera, sino de muy señora.

Fija en una silleta baja, que había llegado a ser parte de su persona, se ocupaba en arreglar perifollos para decorarse, y a su lado se veían, en diversas cestillas de mimbre, plumas apolilladas, cintas de matices mustios, trapos de seda arrugados y descoloridos como las hojas de otoño, todo impregnado de un cierto olor de tumba mezclado de perfume de alcanfor.

No lo podía evitar: tenía esa vanidad madrileña que pretende cubrir con perifollos de seda la falta de ropa blanca, y que prefiere el adorno de la sala al cuidado de la alcoba. Pepe participó también, en cierto modo, de ese sentimiento que tiende a ocultar al prójimo la propia miseria.

Luego se ocupa en sembrar al aire libre zanahorias, perifollos, escarolas diversas, coles de Milán rizadas, brécoles, malpicas, perejil y otras muchas clases que constituyen la jerarquía ensaladesca, y entre las cuales hay excelentes personas que nos acompañan á la mesa y se dejan comer. También atiende á una faena tan interesante como útil.

No recuerdo a quién decir que los mandamientos de la mujer casada son, como los de la ley de Dios, diez: El primero, amar a su marido sobre todas las cosas. El segundo, no jurarle amor en vano. El tercero, hacerle fiestas. El cuarto, quererlo más que a padre y madre. El quinto, no atormentarlo con celos y refunfuños. El sexto, no traicionarlo. El séptimo, no gastarle la plata en perifollos.

En un principio dudó por ver tales hechizos rodeados de prendas costosas, lazos y perifollos caros.

En tales momentos, su pasión de los perifollos o el anhelo de cubrir las apariencias y de tapar sus trampas, la cegaban hasta el punto de que no vacilara en comprar el triunfo con la moneda de su honor... Así se explica el enigma de la derrota de Pez. Cuando quiso expugnar la plaza, esta se hallaba bien abastecida. La Bringas tenía dinero en aquellos días.