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Pero lo que resaltaba claro para en su carta para que lo conocía era la desesperación de celos que lo llevó al suicidio. Ese era el único motivo; lo demás: sacrificio y conciencia tranquila, no tenía ningún valor. En medio de todo quedaba vivísima, radiante de brusca felicidad, la imagen de María. Yo el esfuerzo que debí hacer, cuando era de Vezzera, para dejar de ir a verla.

Hace cinco años me vi con gran frecuencia con Vezzera, un amigo del colegio a quien había querido mucho antes, y sobre todo él a . Cuanto prometía el muchacho se realizó plenamente en el hombre; era como antes inconstante, apasionado, con depresiones y exaltamientos femeniles.

¿Hay otra cosa? se sonrió con esfuerzo. , Zapiola te va a decir... ¡Vezzera! exclamé. ... Es decir, no el motivo suyo, sino el que yo le atribuía para no venir más aquí... ¿sabes por qué? Porque él cree que usted se va a enamorar de me adelanté, dirigiéndome a María. Ya antes de decir esto, vi bien claro la ridiculez en que iba a caer; pero tuve que hacerlo.

María arrugó imperceptiblemente el ceño, y se volvió a con risueña sorpresa: ¡Pero supongo que no tendría deseo de visitarnos! Aunque el tono de la exclamción no pedía respuesta, María quedó un instante en suspenso, como si la esperara. Vi que Vezzera me devoraba con los ojos. Aunque deba avergonzarme eternamente repuse confieso que hay algo de verdad... ¿No es verdad? se rió ella.

Lo empujé cariñosamente. Acuéstate un momento... estás mal. Vezzera se recostó en mi cama y cruzó sus dos manos sobre la frente. Pasó un largo rato en silencio. De pronto me llegó su voz, lenta: ¿Sabes lo que te iba a decir?... Que no querías que María se enamorara de ti... Por eso no ibas. ¡Qué estúpido! me sonreí. , estúpido! ¡Todo, todo lo que quieras! Quedamos mudos otra vez.

Y mentía profundamente. Bueno, me alegro... Dejemos esto. Hasta mañana. ¿Cuándo quieres que volvamos allá? ¡Nunca! Se acabó. Vi que verdadera angustia le dilataba los ojos. ¿No quieres ir más? me dijo con voz ronca y extraña. No, nunca más. Como quieras, mejor... No estás enojado, ¿verdad? ¡Oh, no seas criatura! me reí. Y estaba verdaderamente irritado contra Vezzera, contra ...

¿La gente impresionable puede entonces comunicar una impresión conforme a la realidad? Esta vez, no pude menos de reirme. Vezzera me miró de reojo y se calló por largo rato. ¡Parece me dijo de pronto que no hicieras sino concederme por suma gracia su belleza! ¿Pero estás loco? le respondí. Vezzera se encogió de hombros como si yo hubiera esquivado su respuesta.

Al día siguiente Vezzera entró al anochecer en mi cuarto. Llovía desde la mañana, con fuerte temporal, y la humedad y el frío me agobiaban. Desde el primer momento noté que Vezzera ardía en fiebre. Vengo a pedirte una cosa comenzó. ¡Déjate de cosas! interrumpí. ¿Por qué has salido con esta noche? ¿No ves que estás jugando tu vida con esto?

Siguió sin hablarme, visiblemente disgustado, hasta que al fin volvió otra vez a sus ojos de fiebre. De veras, de veras me juras que te parece linda? ¡Pero claro, idiota! Me parece lindísima; ¿quieres más? Se calmó entonces, y con la reacción inevitable de sus nervios femeninos, pasó conmigo una hora de loco entusiasmo, abrasándose al recuerdo de su novia. Fuí varias veces más con Vezzera.

Al fin articuló sin entonación alguna: Es que me dan unas ganas locas de matarme... ¡Por eso! ¡Quédate aquí!... No estés solo. Pero no pude contenerlo, y pasé toda la noche inquieto. Usted sabe qué terrible fuerza de atracción tiene el suicidio, cuando la idea fija se ha enredado en una madeja de nervios enfermos. Habría sido menester que a toda costa Vezzera no estuviera solo en su cuarto.