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Mi suegra, que tampoco sabía qué decir, arreglaba los pliegues del velo, y me miraba de reojo con una expresión de reproche y de estímulo al mismo tiempo. Cada vez que en mis paseos llegaba al extremo del aposento, me encontraba delante de un espejo, en el que, quisiera o no quisiera, tenía que mirarme.

Veía de reojo su silueta miserable con el traje de lienzo del presidio. Una sombra interceptó la claridad de la puerta; era el vigilante que salía. Cristián, entonces, se volvió y poniéndose un dedo en los labios como para recomendar la prudencia á su amigo, avanzó hacia él sonriendo. Jacobo de Freneuse no hizo un gesto ni pronunció una palabra.

La continuidad de estas molestias constituía una vida de martirio, y no es que quisiese tener lujo, no: mas juzgaba que su decoro y el contacto con altas personas le imponían deberes ineludibles; creía que ella y los niños no debían hacer mal papel en las casas a donde iban, ni le gustaba que las amigas la mirasen de reojo y cuchichearan entre , observando en ella una falda de taracea o una prenda cursi y anticuada... No obstante, quería entrañablemente a su marido, porque fuera de aquello de las miserias era un hombre completo, un ser de elección, bueno y cariñoso, honrado como pocos o como ninguno, hombre que jamás había tenido trapicheos ni tratado con mujerzuelas, ni puesto un duro a una carta, y por fin, de genio tan pacífico, que como no le tocaran a sus presupuestos, se hacía de él lo que se quería... Considerando esto, la infeliz llevaba con paciencia lo otro, es decir, los apurillos para vestirse, y se manejaba como podía para no desmerecer de su elevada clase... De donde resultaba que ambos, el Sr. de Pez y la señora de Bringas tenían respectivamente sus motivos de disentimiento conyugal, él por causa de las furibundas santidades de su esposa, ella por las sordideces de su marido; lo cual prueba que nadie encuentra completa dicha en este mísero mundo, y que es rarísimo hallar dos caracteres en completo acomodo y compenetración dentro de la jaula del matrimonio, pues el diablo o la sociedad o Dios mismo desconciertan y cambian las parejas para que todos rabien, y todos, cada cual en su jaula, hagan méritos para la gloria eterna.

La Duquesa arregló sus ajadas plumas con cansada coquetería; la madre Shipton miró de reojo con malevolencia a la posesora de El Cinco, y el tío Billy no perdonó a ninguno de la partida con sus diatribas.

Yo digo la verdá aunque sea delante del mi marido replica la de la buhardilla, mirando de reojo á una esquina de la calle y bajando la voz así que ve al Tuerto. La vieja del segundo clava la última raba, y sin mirar hacia su nuera, vase retirando del balcón, dejando fuera estas palabras: Anda, anda á prepararle la comida, ¡borrachona!

Seguid hablando mal de y mirándome de reojo, que yo seguiré hablando mal de vos sin miraros á derechas.

Pidió limosna á muchos sugetos graves que todos le dixéron que si seguia en aquel oficio, le encerrarian en una casa de correccion, para enseñarle á vivir sin trabajar. Dirigióse luego á un hombre que acababa de hablar una hora seguida en una crecida asamblea sobre la caridad, y el orador, mirándole de reojo, le dixo: ¿A qué vienes aquí? ¿estás por la buena causa?

No, todavía noFinal, el mismo de la primera vez. El coche se para, Manolito, que va en el pescante, se quita respetuosamente el sombrero. Cristeta coge al niño, lo sienta, sube y desaparece sin que don Juan pueda sorprender una mirada de reojo, ni el más leve indicio de curiosidad.

Todos le examinaron de reojo, avisándose su presencia con discretos codazos. ¡El príncipe á aquella hora, cuando los de su mundo estaban aún en la cama!... Instintivamente miraron en todas direcciones, esperando descubrir á alguna señora vestida con recato para este disimulado encuentro matinal. La fama del personaje sólo les permitía suponer una cita de amor.

Los dos hombres se enfrascaron en su entusiasmo de jinetes montaraces, que les hacía mirar al caballo con más amor que a las personas. Gallardo, algo inquieto aún, andaba por la cocina, mientras las mujeres del cortijo, morenas y hombrunas, atizaban el fuego y preparaban el almuerzo, mirando de reojo al célebre Plumitas. El espada, en una de sus evoluciones, se acercó al Nacional.