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El cura, el barbero, el bachiller y aun el sacristán no pueden creer que eres gobernador, y dicen que todo es embeleco, o cosas de encantamento, como son todas las de don Quijote tu amo; y dice Sansón que ha de ir a buscarte y a sacarte el gobierno de la cabeza, y a don Quijote la locura de los cascos; yo no hago sino reírme, y mirar mi sarta, y dar traza del vestido que tengo de hacer del tuyo a nuestra hija.

La misma aterradora mirada por parte del cura. Me alegraré, D. Félix, me alegraré; mis perales de Marco han echado un carro de flor este año... No quisiera, por algo de bueno, que se me perdiera la cosecha... ¿Y usted, D. Félix, cómo tiene su pomarada? El cura, mientras hablaba, se había despojado del bonete y empezaba a meterse el alba de lienzo ayudado por el maestro y el sacristán.

Los días de corrida tomaba un coche de punto, que pagaba la empresa, metíase bajo la americana el vaso sagrado, escogía por turno entre sus amigos y protegidos uno a quien agraciar con el asiento destinado al sacristán, y emprendía la marcha a la plaza, donde le guardaban dos sitios de delantera junto a las puertas del toril.

Ya sabes que el pobre Plácido se acuesta entre nueve y diez. Tiene que estar en planta a las cinco de la mañana. Como que va a despertar al sacristán de San Ginés, que tiene un sueño muy pesado. Y porque el sacristán de San Ginés sea un dormilón, ¿me he de fastidiar yo? Que entre Estupiñá y me tertulia. Es la única persona que me divierte. Hijo, por amor de Dios, mete esos brazos.

D. Miguel, que desde adentro había creído percibir alguno de los extremos de este discurso, se empeñó en salir al atrio por ver su demostración; pero se lo impidieron D. Narciso y el sacristán. Lleváronle a la sacristía, y allí le tuvieron entretenido hasta que desapareció el peligro. Al salir la gente del templo, el sol nadaba en el espacio azul, bañándolo de luz y de alegría.

Tuve, no obstante, prudencia para contenerme y limitarme por entonces a demandarle una tarjeta expresiva para el capellán del colegio del Corazón de María. ¿Don Sabino Guerra?... Hombre, , le conozco. Fue sacristán algunos años en el Sagrario. Sacó de un escritorio de roble tallado una tarjeta y se puso a escribir sobre ella.

Con la emoción y el anhelo de quien pone mano en una obra sacratísima, dio comienzo el nuevo presbítero a sus tareas. Levantábase al amanecer y se dirigía a la iglesia, donde entraba el primero, antes que el sacristán. Sentábase en el confesonario y allí permanecía escuchando a los que se acercaban al sagrado tribunal hasta las ocho, hora en que decía su misa.

Brindo a la salud de los novios antes de volver al convento dijo fray Gabriel. Y después de apurada la copa, se escurrió, sin que nadie, excepto la tía María, hubiese echado de ver su presencia ni notado su ausencia. La reunión se animaba por grados. ¡Bomba! gritó el sacristán, que era bajito, encogido y cojo. Calló todo el mundo al anuncio del brindis de aquel personaje.

Y por cuanto el siglo está pobre y necesitado, mandamos quemar las coplas de los poetas, como franjas viejas, para sacar el oro, plata y perlas, pues en los más versos hacen sus damas de todos metales, como estatuas de Nabuco». Aquí no lo pudo sufrir el sacristán y levantándose en pie, dijo: ¡Mas no, sino quitarnos las haciendas!

Dijo el sacristán que, cuando en 1828 Fernando VII y la reina Amalia, su esposa, volvían de las Provincias Vascongadas, desearon ver é hicieron descubrir los restos de la ilustre hija de Alfonso VI de Castilla, y que fué de admirar entonces la extraordinaria longitud del esqueleto. ¡Nada menos que nueve palmos debió de tener de estatura la infortunada esposa del Batallador!