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Los días de corrida tomaba un coche de punto, que pagaba la empresa, metíase bajo la americana el vaso sagrado, escogía por turno entre sus amigos y protegidos uno a quien agraciar con el asiento destinado al sacristán, y emprendía la marcha a la plaza, donde le guardaban dos sitios de delantera junto a las puertas del toril.

Saludaron con ademán uniforme a la presidencia, y rompieron filas, tirando las capas de gala a los amigos de los tendidos, que se encargaron de su custodia con más orgullo que si se tratara del Arca de la Alianza. El presidente sacó el pañuelo; sonó el clarín; abriose la puerta del toril: apareció el primer toro.

Todo aquel peloton de animales de tres especies unos de dos piés, otros de cuatro que brincan y los demas cadáveres sale por una gran puerta, y apenas acaban de cerrarla cuando se abre la del toril para recomenzar la matanza....

Así pasa en los toros; pero aquí el presidente se vale de una campanilla. Y el diputado que va a hablar, ¿por dónde sale? ¿Por detrás de aquella cortina o por esa puertecilla? El diputado no sale por ninguna parte, que aquí no hay toril ni telones. El diputado está en su asiento, y cuando quiere hablar se levanta. Vea usted: todos esos que ahí están son diputados.

Ya se había lidiado un toro, y lo había despachado otro primer espada. Había sido bueno, pero no tan bravo como habían creído los inteligentes. Sonó la trompeta; abrió el toril su ancha y sombría boca, y salió un toro negro a la plaza. ¡Ese es Medianoche! gritaba el gentío . Medianoche es el toro de la corrida; como si dijéramos, el rey de la función.

Entonces todo quedó en silencio profundo, como si aquella masa de gente, tan ruidosa poco antes, hubiese perdido de pronto la facultad de respirar. El alcalde hizo la seña; sonaron los clarines, que, como harán las trompetas el día del último juicio, produjeron un levantamiento general, y entonces, como por magia, se abrió la ancha puerta del toril, situada enfrente del palco de la autoridad.

Se le franquearon todas las puertas, abriéndolas de par en par y resguardándose tras las hojas de ellas, como se abren las puertas del toril para que salga la fiera a la plaza. La última que cambió algunas palabras con ella fue Fortunata, que la siguió hasta el vestíbulo movida de lástima y amistad, y aún quiso arrancarle alguna declaración de arrepentimiento.

El marquesito alguacil recogió la llave que la presidenta le arrojó, y fue haciendo corvetas a entregársela al encargado de abrir el toril, cargo que, por cierto, se habían disputado un vizconde y el hijo del presidente del Tribunal Supremo. Sonó el clarín y saltó al redondel un torete negro, con bragas, de bonita lámina.

Tocóme por fortuna una luneta que dominaba precisamente el toril, que es la «capilla» de aquellos bandidos de las llanuras y las ásperas lomas, de gruesa cornamenta, poderosa nuca y contextura de fierro, condenados á sucumbir en un combate desigual y terrible.

¡Plaza, pues! plaza a la monja que entra en su palco toda adornada y cubierta de tela blanca sembrada de flores. ¡Bravo! los clarines suenan, es la señal, y las puertas del toril se abren; ¡un toro se precipita a la arena! Es un bravo toro salvaje nacido en las selvas de Sanlúcar; es pardo de color; solamente una estrecha faja blanca serpentea por su lomo.