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La vida del Vizconde, que permaneció soltero, fue, a su modo, y aunque por estilo apacible, no menos rica de acontecimientos que la del mundo. No faltaron en ella lances de honor y fortuna que no nos incumbe relatar aquí.

No tuvo, sin embargo, Rafaela, a quien pronto dejaron sola con el Vizconde los que antes la rodeaban, ni una sola palabra de queja por el olvido y por la indiferencia que al parecer él había tenido para con ella. Rafaela pasó con rapidez deslizándose sobre toda la serie de años que ella y el Vizconde habían estado sin verse.

No me engañe usted, Vizconde; ¿quiere usted como yo que estos últimos amores nuestros sean serios y constantes? No me basta con desear que sean para toda la vida; quiero que sean inmortales. Pues a fin de entrar solemnemente, y como en nueva era, en la inmortalidad de esos amores, vaya usted a mi casa el 20, a las cinco de la tarde. Estaré sola.

¡Por vuestros pecados! exclamó indignada doña Brianda. No, por el perdón de los pecados de abuelito el vizconde intercedió seductoramente doña Inés. Vamos, perdonadme, oh duquesa, mi ilustre consuegra, por el amor de nuestros hijos solicitó galantemente Guy de la Ferronière a doña Brianda, que, en prueba de su buena voluntad, le tendió la mano para que la besara.

Entonces estaba yo en amores, no se ría Vd., en amores, hasta encariñada, con un hombre ¡más bueno! Desgraciadamente su familia le apartó de ... y con él perdí la última esperanza de poder ser juiciosa y relativamente honrada. Después entré en relaciones con el vizconde de Manjirón o sea Pepe García, el que se mató por mi culpa.

Vuelvo la cabeza y me veo a la vizcondesa de Mazorca. ¡Pero vizcondesa! ¿es usted? Me informo de la salud del vizconde y de los niños y de buenas a primeras me dice con mucha gracia: «Araceli, por ser día señalado le regalo este bolsillitoMiro el bolsillo y veo que es el mío, que había dejado olvidado sobre la silla.

Baste saber que, durante veinte años, sobre pocos más o menos, pues no creo que importe mucho una gran exactitud cronológica, el Vizconde no volvió a ver en parte alguna a Rafaela, y ésta, si bien siguió presente en su memoria, fue como imagen aérea y algo confusa, velada como entre nubes de vagos recuerdos y de agradables antiguas emociones.

Nos fuimos á dormir, pero la mañana siguiente, á la hora del desayuno, entró Pector en el comedor con una carta en la mano. Mi querido vizconde, me dijo, no tiene usted suerte en sus aventuras galantes. El director de la Ópera acaba de avisarme que la compañía italiana no hace función esta noche.

El juez me molestó poco: primero por la explicación que le hicieron aquellos caballeros, y además... se me figura que le gusté. Ya ve usted que no tuve la culpa de que el vizconde se matara, como no pude vencer la aversión que me inspiró desde que supe quien era. Ni me amó nunca ni yo a él... No hubo traición.

Como quiera que ello sea, yo voy a dejar hablar al Vizconde. Oigamos lo que sobre este particular decía: Rafaela es, a mi ver, una mezcla de extrañas cualidades. Las espontáneas, las que debe a la naturaleza inculta, sin modificación ni mejora, tienen cierta bondad radical. Sobre las que debe al arte hay que decir no poco, empezando por hacer una distinción.