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Actualizado: 1 de junio de 2025
Subió de dos en dos los escalones de la casa de Rafaela, y brincándole aceleradamente el corazón en el pecho, llamó a la puerta. El Barón de Castell-Bourdac, que acababa de llegar, fue quien le abrió. El espanto y el dolor estaban pintados en su cara. Rafaela ha muerto, dijo, y lloró como un niño. Grande fue también la pena y el horror del Vizconde.
La mayorcita, en efecto, sabía decir sin acento «¡hola, vizconde!», «yo lo tomo sin azúcar» y demás frases de alta comedia; pero la pequeña era incorregible y, mientras no perdiese el acento, no la permitirían hablar. En aquella compañía se suponía, probablemente, que la acción de todas las comedias ocurre en la Luna. No se le autorizaba a nadie acento ninguno.
Rafaela, sin menguar en nada su amistad hacia el Vizconde, y sin descomponerse con violencia y con enojo, le rechazó de modo tan resuelto y tan firme, que se disiparon las ilusiones que él se había forjado y reconoció que sólo con amistad podía consolar a Rafaela y ella quería ser consolada por él.
El Vizconde, a pesar de tantos saludos y conversaciones diversas, no dejaba de insistir en su pretensión. De vez en cuando, en los intermedios, esto es, siempre que Rafaela dejaba de hablar a una persona para ir a hablar con otra, el Vizconde, con palabras rápidas, dichas casi al oído de ella, le rogaba que le amase. Ella parecía no oír o no entender y no le daba respuesta.
Junto al fraile estaba el retrato de su hermana doña Brianda, la esposa de don Fernando, en un traje de terciopelo negro de severidad casi monástica. Y destacábase enfrente, atribuida al pincel del Tintoretto, la arrogante imagen del joven caballero gascón vizconde Guy de la Ferronière, que cayó prisionero del emperador en la batalla de Pavía.
Nuestros amigos, o por lo menos conocidos ya del lector, el vizconde de Goivoformoso y Juan Maury, eran de los que allí más acudían. Hubo, a la sazón, un incidente que tiene trazas de insignificante, pero del cual importa dar cuenta ahora, porque contribuye algo a la claridad y al proceso de esta historia, quizás más verdadera que divertida.
El pueblo se aquietó por la benéfica y paternal mediacion del obispo, á quien tomó por su gobernador gritando mueras á su corregidor el vizconde de Peñaparda, que tuvo que refugiarse al convento de la Trinidad. Estuvo espuesto el Santísimo, y el cabildo eclesiástico veló algunas noches por la pública tranquilidad.
Hablaba también de un tal «François» o Francisco, al que llamaba «rey de Francia»... ¡Ante ignorancia semejante, Manuel no había podido contenerse! Señor vizconde le replicó, en Francia ya no hay reyes. Hay una república gobernada por un presidente...
Separadamente había un papel, donde el Vizconde leyó estas palabras: Antes de que vengas a verme y antes de que tu alma llegue a unirse en estrecho lazo con la mía, quiero que la conozcas bien y que penetres en los abismos que en ella hay. Hasta el día en que te fuiste de Río, nadie mejor que tú conoce mi vida. Después han sobrevenido en ella sucesos que profundamente la modifican.
Escribí al vizconde, que como usted puede figurarse, para mí ya no era más que el hijo de don Ulpiano, rompiendo resueltamente. Ningún lazo nos unía; no ignoraba lo que yo era; a nada tenía derecho; harto hacía con avisarle. Fue a verme y no le recibí: volvió tres o cuatro veces y lo mismo; no hubo modo de que yo cediese.
Palabra del Dia
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