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El caballero no ha subido esta noche con ella... Si milord quiere escribirla, yo puedo entregar la carta. otro dollar á aquel complaciente criado y volví á entrar en la sala donde Pector y Raleigh estaban saboreando sus licores nacionales. Y bien ¿qué hay? preguntó el banquero. Decididamente tenía usted razón. Vendré mañana.

Nos fuimos á dormir, pero la mañana siguiente, á la hora del desayuno, entró Pector en el comedor con una carta en la mano. Mi querido vizconde, me dijo, no tiene usted suerte en sus aventuras galantes. El director de la Ópera acaba de avisarme que la compañía italiana no hace función esta noche.

Á este pensamiento acudían á todas mis angustias y me sentía poseído por una viva curiosidad. Poco me importaba ya la cantante; lo que yo deseaba era saber quién era su compañero, aquel francés que me conocía y cuya presencia debía, por sola, aclarar la situación. Llegados al palco, Pector me dijo: ¿Nos quedamos? La verdad es, respondí, que me duele un poco la cabeza.

La doncella entró á reunirse con su señora y nosotros nos quedamos solos en el saloncillo. Pector y Raleigh se sentaron al lado de la chimenea, mientras yo, invenciblemente atraído por aquella puerta entreabierta, avanzaba á pasos ligeros, la cabeza inclinada, aprestando el oído y escuchando los más vagos rumores.

Es usted impresionable y sentimental, como buen francés... ¿Qué tiene de común la música de Verdi con esas impresiones pasadas? Se lo explicaré á usted, si así lo desea... No tengo tiempo, y es lástima. Pues bien, amiga mía, dijo Pector; ¿quiere usted cenar con nosotros esta noche, después de la ópera? Lo agradezco mucho, pero estoy muy cansada y necesito cuidarme la voz.

El pensamiento de encontrarme en presencia de aquella mujer hizo latir violentamente mi corazón y debí palidecer, porque Pector se echó á reir y me dijo: ¡Diablo! ¿Tan impresionable es usted, querido? ¿Ó es que está usted bajo el imperio de la abstinencia? La verdad es que la hospitalidad de las indias de los lagos no es muy halagüeña, ¿verdad?

Porque, no era posible dudar; Jenny tenía un secreto. Seguí á mis compañeros al interior del hotel, me senté con ellos á una mesa llena de esos refrescos que abrasan el cuerpo, y pasado un rato llamé al mozo. ¿Á qué hora acaba el teatro? Á eso de las doce. Gracias. Pector me preguntó riendo: ¿Cómo es eso? ¿Quiere usted acechar á Jenny Hawkins?

Al oir mi nombre la cantante inclinó la cabeza con un ligero matiz de extrañeza y de interés, y dijo alegremente á Pector: ¡Ah! Un noble francés... ¡En América! Es raro... ¿El señor habla inglés? , señora, dije sin esperar más; lo hablo bastante mal para expresarme, pero bastante bien para adivinar á usted.

Con una llave que sacó del bolsillo abrió Pector la puerta de comunicación y pasamos desde la luz de las lámparas eléctricas á las tinieblas de los bastidores. Seguí á mi guía, que evolucionaba entre los trastos, los accesorios y las decoraciones con la seguridad de un antiguo abonado. Todo el mundo le saludaba al pasar y el director de la compañía se precipitó ante él como si fuese un soberano.

La identidad de las dos mujeres, debilitada por las diferencias de aspecto y de expresión que había observado, así como por las imposibilidades materiales de tiempo, de condición y de nacionalidad que se deducían de las noticias de Pector, se encontraba restablecida por la intervención de aquel desconocido que, evidentemente, me señalaba á Jenny como peligroso.