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Se puso toda la gente en tierra el 7 de marzo sin oposición alguna; antes vinieron dos moros á hablar al Duque de parte del jeque Mazaud, haciendo saber que había sido recibido de toda la gente de la isla por Señor, y en este concepto se reconocía buen vasallo de S. M. Católica: por tanto, podía volver á embarcar la tropa; y si quería comprar algunos refrescos, que se trasladara á la Roqueta, donde el jeque iría á verse con él para tratar del ataque de Trípoli.

En los días calurosos confeccionaba refresquets, y estos «refrescos» eran vasos enormes, mitad de agua, mitad de caña, sobre un grueso lecho de azúcar, mixtura que hacía pasar fulminantemente, sin gradaciones, de la vulgar serenidad á una angélica embriaguez. El capitán le reñía al ver sus ojos inflamados y enrojecidos. Iba á quedarse ciego... Pero él no se conmovía ante la amenaza.

Habiendo ganado, se le puede conducir agua de las fuentes, y ya tenemos los principales renglones que le puede faltar á la embarcacion ó embarcaciones que allí arribasen. Por medio de cualquiera embarcacion se pueden conducir á aquel puerto de este rio los refrescos de que allí se carezca.

Algunas viejas se habían apoderado de la alacena, y á cada momento preparaban grandes vasos de agua con vino y azúcar, ofreciéndolos á Teresa y á su hija para que llorasen con más «desahogo». Y cuando las pobres, hinchadas ya por esta inundación azucarada, se negaban á beber, las oficiosas comadres iban por turno echándose al gaznate los refrescos, pues también necesitaban que les pasase el disgusto.

Sus visitas terminaban en la cocina, invitado por el tío Caragòl, que le trataba con una familiaridad paternal. El joven remero estaba sudando. «¿Un refresquet?...» Y preparaba su dulce mixtura, que hacía caer á los hombres de un solo salto en las nebulosidades de la embriaguez. Esteban tenía en mucho los «refrescos» del cocinero.

La pobre señora me convidó y yo la convidé; luego volvió a obsequiarme, y yo, por no ser menos, le devolví el obsequio. Total, que en automóviles, refrescos, frutas del país y demás, se me fue el dinero. A lo último me quedaban diez pesetas, y me las gasté en sellos y postales, enviando recuerdos a los amigos y amigas de España. No me queda ni una mota. ¡Limpia por completo!

Las vituallas y refrescos que traíamos para suplir las faltas del camino, venían sobre los lomos de veinte poderosos elefantes. Por no pecar de prolijo, no refiero aquí menudamente los sucesos de mi viaje. Baste saber que el décimo día descubrimos a lo lejos los muros ingentes de Babilonia, obra de Nabucodonosor y de Nitócris.

El secretario pidió un sorbete; su acompañado, ignorando lo que aquello sería, pidió otro. Sirviéronles los sorbetes. El de Madrid descogolló el suyo de un bocado, con la mayor limpieza imaginable; el aldeano, que desde que vió llegar los refrescos vacilaba en el modo de acometerlos, imitó á su compañero, ¡en mal hora para el desdichado!

Finalmente, por conjurar la plaga de los terremotos, y por poner miedo á Don Isacar, le plugo al Ilustrísimo señor inquisidor celebrar un auto de fe. Honróme convidándome á la fiesta; me diéron uno de los mejores asientos, y se sirviéron refrescos á las señoras en el intervalo de la misa y el suplicio de los ajusticiados.

Un corredor o galería, sostenida por columnas de mármol, le circundaba; y así en la galería, como en varias salas a que la galería daba paso, había mesas de tresillo, otras con periódicos, otras para tomar café o refrescos; y, por último, sillas, banquillos y algunas butacas. Las paredes estaban blancas como la nieve del frecuente enjalbiego, y no faltaban cuadros que las adornasen.