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Cuando llegué a casa, después de dar algunas vueltas entre calles, me encontraba en buena disposición de espíritu para escribir la carta a Gloria. Me puse a ello y concluí de una vez sin vacilaciones ni tachaduras. «Hermosa y amabilísima amiga: En efecto, yo he sido el desdichado que ha tenido la ocurrencia de visitar al P. Sabino y proporcionarle a usted un disgusto. Tiene usted razón.

Cuando concluyó, se fueron con el mismo recogimiento y silencio que antes. Los caballeros que estaban a mi lado me dieron los buenos días con la afección de correligionarios, y también se fueron. Volví a quedarme solo y perplejo en la capilla, cuando se presentó la monja extranjera, diciéndome: He avisado a don Sabino, y me ha dicho que le espera a usted en su cuarto.

Don Sabino el capellán... ¿Se puede hablar con él? articulé con trabajo, mirando a la monja que asomó la cabeza por la ventanita sin reja que había al lado de la puerta. La verdad es que no pensé hallarme con tan gentil portera. Era joven la monjita y tenía el rostro fresco y sonrosado, con ojos vivos y penetrantes. Su acento era marcadamente extranjero.

D. Sabino era un hombre despechado, lleno de hiel contra la sociedad, y sobre todo contra el régimen actual de cosas, con el cual no medraban más que los intrigantes, mientras los hombres de carácter independiente quedaban postergados. Después de ser muchos años sacristán del Sagrario, había solicitado un beneficio en la catedral con empeño, y por dos veces se lo habían birlado otros.

Aunque no me lo preguntase, por discreción, creí del caso decirle que necesitaba de los servicios de D. Sabino para ciertas particularidades referentes a una parienta que tenía profesa en la orden del Corazón de María. No dude usted que le atenderá dijo entregándome la tarjeta. Le prevengo a usted que no le tocó nada de lo de Salomón. Si le sacuden, suelta bellotas.

Parece que una caja de betún ordinario sustituyó bastante pasablemente la antigua industria de maese Sabino... Todas estas cosas raras se comentaban, aunque parsimoniosamente, en la antecocina. La ausencia de las figuras en los cuadros del gabinete de trabajo del amo había pasado hasta entonces inadvertida. ¿Acaso los sirvientes se ocupan de obras de arte cuando no se les manda limpiarlas?

Ante una de las chozas hállase, en pie, el romano Escipión en una postura perezosa. Sale de entre bastidores el ejército sabino, que avanza gravemente, dos pasos al frente, un paso atrás. Al advertir su presencia, el romano se anima un poco y los mira con curiosidad; pero la monotonía de su marcha le cansa; empieza a bostezar, se despereza y se sienta, flemático, en una piedra.

Afecté no advertirlo y, envolviéndome en una nube de humo, comencé a hacerle preguntas con fingida indiferencia. D. Sabino estaba con tantas ganas de servirme, que se pasó de amable. También daba feroces chupetones al cigarro para disimular su turbación, que no tardó en desaparecer. Me enteró de todo lo que quise y no quise saber.

Por cierto que me contestó severamente, preguntándome si no creía que eran bastantes las cien recomendaciones que todos los días recibía, para que un sobrino viniese también a concluir con su paciencia. No le di cuenta, por supuesto, a D. Sabino de esta carta. El coloquio de la noche siguiente, si no tan prolongado, no fue menos dulce para que el de la anterior.

La carta decía lo siguiente, en una magnífica letra inglesa de colegio: «Muy señor mío: Habiendo sido severamente castigada por la superiora, hasta privarme por cinco días de toda comunicación con mis hermanas y con las educandas, después de rogarlo con muchas lágrimas, me han dicho que la razón del castigo era que un joven cuyas señas coinciden con las de usted se había presentado al P. Sabino diciendo que era mi novio y que venía a sacarme del convento.