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Actualizado: 17 de octubre de 2025
Esta no se mostraba muy inclinada a consentir en lo que de ella se exigía. Se la llevó entonces a casa. Pero a los tres meses, con gran sorpresa suya, se presentó de nuevo en el convento, solicitando entrar de novicia. Don Sabino creía que la habían impulsado a ello desavenencias con su madre. Pasado el año de noviciado, se la envió a Guipúzcoa, y allí estuvo ejerciendo su ministerio dos años.
Pues Guy le pidió una tintura, con estas enigmáticas palabras: Búscame pronto algo para teñirme el bigote otra vez de negro, pues se me está destiñendo; y no quiero volver al cuadro del Tintoretto sino como él me pintó, con los mostachos ennegrecidos por la pasta que fabrica maese Sabino, el barbero del rey.
Provisto de la tarjeta del prebendado, como de un salvoconducto para atravesar una región peligrosa, me arriesgué a ir de nuevo a visitar al salvaje de D. Sabino. Esta vez no tomé la vía del convento, sino que fui a llamar por la puerta que daba a la calle. Saliome a abrir la criada sorda, que al verme puso muy mala cara.
Bueno, señores sabinos, voy a ayudaros a recordar. Decidme, ¿para qué os dedicáis a la gimnástica? UNA VOZ TÍMIDA EN EL FONDO. Para tener los músculos fuertes. MARCIO. ¡Muy bien! ¿Y para qué necesitamos tener los músculos fuertes? ¡Responded! OTRA VOZ TÍMIDA. Para pegarnos. Un sabino, un amigo de las leyes, un puntal del orden, un modelo, único en el mundo, de lealtad.
Quedó sorprendida al verme y se apagó súbitamente la sonrisa que contraía sus labios. Sin duda por aquella puerta no entraban las visitas, y sí sólo las mandaderas del convento o alguno de sus dependientes. Y vino la pregunta consabida. ¿Qué se le ofrecía a usted? ¿Se puede ver a don Sabino? Tuve que repetirlo otra vez.
Sospecho que el clérigo, al oír llamar, había mirado por la celosía de madera que cubría las ventanas de la casa y me había visto. Entonces le entregué la tarjeta y dije que aguardaba contestación. No se hizo esperar mucho. La sorda acudió a decirme que «tuviese la bondad de subir». D. Sabino salió a recibirme fuera de la sala con sotana y gorro. Había cambiado la decoración.
Llevaba yo dentro del alma un sol radiante que me ofuscaba y me impedía observar tales menudencias. Hago amistad con un bendito señor. Recibí al día siguiente una carta de D. Sabino el capellán, invitándome a que pasara por su casa. Era para decirme, con mucho misterio, que Gloria había salido del convento.
Al tiempo de salir, le dije: Muchas gracias, don Sabino, y cuente usted conmigo, que tendré gusto en demostrarle mi gratitud. Escribí otra carta a la hermana y le conté lo que había pasado con el capellán, y volví a protestar de mi inquebrantable adhesión.
Tuve, no obstante, prudencia para contenerme y limitarme por entonces a demandarle una tarjeta expresiva para el capellán del colegio del Corazón de María. ¿Don Sabino Guerra?... Hombre, sí, le conozco. Fue sacristán algunos años en el Sagrario. Sacó de un escritorio de roble tallado una tarjeta y se puso a escribir sobre ella.
No sé lo que dije, ni es fácil saberlo: una serie de frases incongruentes, mutiladas, incomprensibles, en que mezclaba «mis convicciones francamente católicas» con «los arrebatos disculpables de la juventud», «el elevado criterio y la reconocida ilustración de D. Sabino» con «la necesidad que sentía mi alma de amar a una mujer santa y religiosamente educada». Cuando al fin terminé aquel galimatías quedé jadeante, encendido, sudoroso, mirando al cura.
Palabra del Dia
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