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Mas de todas suertes, el hecho era que las cosas habían cambiado sin saber por qué, y que señoras y caballeros se alegraban de ello, esperando que los ilustres novios les proporcionasen pronto un día agradable.

No soy yo quien te ha vencido, sino el demonio que ahogaba a los impuros novios o amantes de la que fue luego mujer de Tobías, a fin de guardarla entera para él. Sin duda, don Paco, que es muy devoto de San Rafael, Patrono de Córdoba, halló al tal demonio en el desierto en que ha estado, y con el auxilio del arcángel le desató y le envió a esta casa para que me defendiese.

El joven la estrechó con fraternal afecto, creyéndose perdonado. Los novios ocuparon las habitaciones que doña Paula había destinado a su hija primogénita. La vida comenzó a deslizarse serena en apariencia. Gonzalo advertía, no obstante, con pesar, que no les envolvía esa atmósfera tibia y afectuosa que hace tan grato el hogar doméstico.

Todos los novios eran lo mismo; iguales los aldeanos que los señoritos; alguna diferencia en las palabras, y nada más. Sólo sabían decirse tonterías, poniendo en sus voces tanta solemnidad, como si la existencia del mundo dependiese de lo que se dijeran. ¡Ah la juventud!... Y seguía sonriendo con indulgencia de veterano ante el entusiasmo de los dos jóvenes.

Sobre todo lo que acaeció en la primera noche de novios, verdadero o inventado, era muy gracioso y digno de figurar en una novela de Paul de Kok. Durante el matrimonio esta virtud de la castidad templose un poco. Casi parece excusado decirlo. Mas luego que quedó viuda volvió a exacerbarse de modo notable. Sobre todo, en los últimos años adquirió aspecto de locura.

Probó a leer, pero la hoja temblaba en sus manos. Ante su impotencia para dominarse, estuvo indeciso entre el deseo de marcharse para no ver a los novios, y el temor de parecer ridículo abandonando el salón porque ellos estaban allí. La entrada de la señora Aubry y de Jaime lo sacó de apuro.

Se casaron, y el mismo día en que partieron para Medinasidonia, Doña Francisca me ordenó que fuera yo también allá para ponerme al servicio de los desposados. Fui por la noche, y durante mi viaje solitario iba luchando con mis ideas y sensaciones, que oscilaban entre aceptar un puesto en la casa de los novios, o rechazarlo para siempre.

Tía Carmen no tuvo, como todas las muchachas de Villaverde, muchos novios.

Me habló luego mi padre de sus esperanzas amorosas, con un candor y con una vivacidad tales, que se diría que yo era el padre y el viejo, y él un chico de mi edad o más joven. Para ponderarme el mérito de la novia, y la dificultad del triunfo, me refirió las condiciones y excelencias de los quince o veinte novios que Pepita había tenido, y que todos habían llevado calabazas.

No era aburrimiento lo que tenía Miranda: era su mal del hígado, furiosamente exacerbado con el despecho de la ridícula aventura que cortó el viaje de novios.