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Cuando el Todopoderoso lo quiere, nuestros secretos son revelados. Yo he vivido con un secreto en el corazón; pero no quiero seguíroslo ocultando. No quisiera que os fuese revelado por otra persona que yo, no quisiera que lo descubrieseis después de mi muerte. Voy a decíroslo ahora mismo. Nunca tuve para ello bastante fuerza de voluntad; pero ahora sabré cumplir mi resolución.

La placa de pizarra que conserva los huesos de un animal, ó solamente una ligera huella, nos cuenta la historia de las innumerables generaciones que se han sucedido sobre la tierra en la incesante batalla de la vida: los rastros de huella nos hablan de aquellos bosques inmensos, representados después de su muerte por ligeras capas de carbón; el acantilado calizo, amontonamiento de animales revelados por el microscopio, nos hace asistir al trabajo de las multitudes de organismos que pululaban en el fondo de los mares; los residuos de todas clases nos recuerdan las aguas pluviales, las nieves, los ventisqueros, los torrentes, limpiando los montes como lo hacen hoy y cambiando de siglo en siglo el teatro de su actividad.

Lázaro estaba recogido y leyendo cuando llegó hasta sus oídos el alegre bullicio de la fiesta. Cerró entonces el libro, abrió el balcón, y el airecillo fresco de la noche le trajo claras y distintas las apasionadas frases de la música, como si el mundo, con aquella voz de sirena, quisiera arrancarle de la soledad. Bajó al jardín, se acercó a una reja, y oculto entre unos arbustos cuyas ramas se entrelazaban trepando por los gruesos barrotes de hierro, tendió la vista hacia el salón. Su mirada lo abarcó todo. Pasado un instante, la sorpresa se convirtió en asombro; sus ojos, deslumbrados por la claridad, fueron descubriendo los grupos, aislando las figuras, fijándose en los rostros, viendo surgir de entre un confuso mar de luces y colores las formas y el aspecto de las cosas. Los corrillos tan pronto formados como disueltos; la extraña amalgama que producían en el cuadro los trajes negros de los hombres destacándose sobre los vestidos claros de las mujeres; el continuo pasar de sombras que se cruzaban ante la reja, cortándole la vista; la variedad infinita de actitudes; el estado de los ánimos reflejado en las caras, atestiguando en uno de la indiferencia, en otro de los celos, mostrando acá la frialdad del apático, allá la impaciencia del nervioso, todo aquel conjunto de riquezas para él desconocidas, de lujos ignorados, le produjeron una impresión extraña, fuerte porque era nueva, y poderosa porque era continuada. La vista de aquel incesante movimiento, la luz arrancando destellos en pedrerías y collares, las damas, unas de semblante fresco como flores de campo, ajadas otras por los afeites o los años, engalanadas con sedas de todos los matices, desnudas las espaldas y los pechos a propio intento revelados en lo poco que el raso les cubría, el aire bochornoso y viciado que por la reja se escapaba, acabaron de marear al cura, sin que por eso dejara de mirar con ansia, creyendo a cada instante descubrir novedades que hiriesen su imaginación y calmasen sus agitados nervios. Hubo un momento en que la música apagó todos los otros ruidos; el ritmo sonoro y melódico de sus notas parecía arrastrarse como aurora de primavera en plantío de rosas; los giros lánguidos de acordes amortiguados y dulcísimos se trocaban de pronto en explosión de sonidos alegremente locos, y las armonías se esparcían como suspiros que volaban a refugiarse entre los pliegues de las amplias colgaduras, produciendo combinaciones raras, que se perdían, unas envueltas entre los giros de otras, como crujir de sedas y estallar de besos comprimidos. Las parejas iban deslizándose rápidamente ante la reja en confuso desorden, desapareciendo y tornando a pasar cual figuras de una linterna mágica, hasta que, callando de repente la orquesta y suspendiéndose aquel vertiginoso movimiento, Lázaro vio acercarse, impelidos todavía por la última vuelta del vals, una mujer y un hombre: Félix y Josefina.

Otro cualquiera podría estrechar entre sus brazos la gentil figura de la niña, arrodillarse a sus pies, aproximar los labios a su oído, estremecer su alma con palabras de amor, y sorprender sus dudas virginales ingenuamente dichas, envueltas en pecadillos cometidos con algo de malicia, y revelados más con el rubor que con la frase. Pero él habría de lograrlo por otros medios.

Pero, aunque llegase alguien a convencerme de que cualquiera de estos novelistas de ahora valía más que Cervantes, aún no me convencería yo de que la superioridad consistía en el ejercicio o en el empleo de un arte más exquisito y profundo, sino en que a Zola, pongamos por caso, le había dado Dios más inteligencia, más estro, más inventiva y más profundidad de ideas y de sentimientos que a Miguel de Cervantes, por donde éste se había limitado a escribir cosillas de mero pasatiempo, sin penetrar más allá de la corteza y de la epidermis, mientras que Zola se hunde como buzo espiritual en las más obscuras reconditeces del ser humano, sacando de allí a la clara luz del día secretos misteriosos, nunca revelados antes.

Todos estos síntomas han sido revelados por la esperimentacion. Esta hiperemia, este orgasmo de las membranas mucosas, esplica otros síntomas, tales como opresion, tos violenta y por accesos, sed, sensacion de plenitud en el vientre, irritacion de la nariz y de los ojos, aturdimiento de la cabeza, somnolencia, y aun algunos síntomas neurálgicos y neuropáticos.