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Yo no lo que tiene la pobreza, que á todos huele mal. ¿No es verdad? ¿eh? ¿eh? La charla del clérigo había conseguido marear á nuestro joven, poniéndole en completo desorden las ideas. La impaciencia que le devoraba desde el comienzo de la escena, le había ido subiendo la sangre á la cabeza y bullía dentro de ella haciéndole pensar en cosas extrañas bien lejanas del asunto que debía ocuparle.

Habiendo reconocido que toda la costa, hácia el cabo de las Vírgenes, es tierra baja que corre al sur-sud-oeste; y juzgando por otra parte, que no era conforme á las reales órdenes de Su Magestad navegar aquellas como catorce leguas que faltaban al estrecho de Magallanes; así porque los derroteros de antiguos y modernos no señalan puerto, ni rio alguno en aquel espacio, como porque en la boca del Estrecho tampoco le habia, sino muchos peligros, se levaron á las cinco de la tarde en demanda del rio de Santa Cruz, que discurrieron estaria en menor altura de la que le ponen las cartas de marear, y esperaban hallar en él buen puerto.

De trecho en trecho algún ventanón abierto sobre la terraza nos corregía los defectos de nuestra derrota, y mirando a la cúpula de la capilla, nos orientábamos y fijábamos nuestra verdadera posición. «Aquí dijo Pez algo impaciente , no se puede venir sin un plano y aguja de marear. Esto debe de ser el ala del Mediodía. Mire usted los techos del Salón de Columnas y de la escalera... ¡Qué moles!».

Una sola vez en su vida tuvo que ver con gente de mala ralea, con motivo del bautizo del chico de un sobrino suyo, que estaba casado con una tablajera. Entonces le ocurrió un lance desagradable del cual se acordó y avergonzó toda su vida; y fue que el pillete del sobrinito, confabulado con sus amigotes, logró embriagarle, dándole subrepticiamente un Chinchón capaz de marear a una piedra.

Todavía prosiguió el viejo seductor por largo rato amontonando argumentos con la fluidez insinuante que caracterizaba su discurso. Su elocuencia, secundada poderosamente por el manzanilla, logró al cabo marear, si no convencer, al sillero. Una hora después salían ambos del café con sendas brevas en la boca, colorados, risueños; despidiéndose muy afectuosamente en la primer esquina.

Le inspiraba una franca antipatía, por el hecho de que su mujer hablaba de él con cierta admiración, lo mismo que todas sus amigas. Gozaba los honores de la celebridad. Alguien, para marear irónicamente la altura de su gloria, lo había apodado «el águila del tango». Robledo adivinó que era un sudamericano por la soltura graciosa de sus movimientos y su atildada exageración en el vestir.

No habían sido muchas, pero habían sido. Y más tenía que confesarse, que en rigor, en rigor, no le ofendían mucho; más quería un cachete, si a mano viene, que una chillería; el ruido lo último de todo. Además, Emma cuando le insultaba, se repetía; , se repetía cien y cien veces, y aquello le llegaba a marear. Verdad era que cuando le pegaba se repetía también; bueno, pero no tanto.

Y las ropas del maestro, todas las brillantes estofas de esplendor oriental, impregnadas de esencia de rosa; frascos enteros derramados al azar, saturado el ambiente de un perfume de jardín fabuloso, capaz de marear al más fuerte y que excitaba al monstruo en su lucha con lo desconocido.

Desde el momento de encenderla entraban los pajes á velarla con la ampolleta, cantando: La guarda es tomada; La ampolleta muele; Buen viaje haremos Si Dios quisiere. «Es obligación de los pajes, decían las instrucciones, á boca de noche traer en una lanterna lumbre á la bitácora para que el timonero y piloto vean la aguja de marear.

»¿Por qué palidece la faz del tirano? ¡Ah! el tirano ve que sus horas están contadas...» Otras veces empezaba diciendo aquello de: «Joven soldado, ¿á dónde vas?» Y por fin, después de mucho marear, quedábase el lector sin saber á dónde iba el soldadito, como no fueran todos, autor y público, á Leganés. Todo esto le parecía de perlas á D. Francisco, hombre de escasa lectura.