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El paciente dio un gran suspiro, abrió los ojos, miró a todos uno por uno; y no con furia, no con espasmos de insensato, ni iracundas recriminaciones, sino con apagada voz, con sentimiento tranquilo, que más que nada era profundísima lástima de mismo, pronunció estas palabras: «Caballeros, ¿es cierto lo que me figuro?... ¿Es cierto que estoy en Leganés?».

Fué tan notable la compasión, que se mereció con muchos, que la generosa piedad del Excelentísimo Señor Marqués de Leganés, no pudo dejar de probar la mano, interponiendo su autoridad con recaudo a los Señores Inquisidores, para que, si fuese posible, se le perdonara la vida.

Añadióse a la celebridad del auditorio en la Iglesia, al lado del Ilustrísimo Señor Virrey, la benigna y grata asistencia del Excelentísimo Señor Marqués de Leganés, que hallándose aquí de paso para el gobierno de Milán se dignó autorizar el Auto en lo más lucido de su nobilísima comitiva.

, porque sanara el Clavelero, un chulito que tiene muy guapín, el cual recibió un achuchón en la plaza de Leganés... como que le entró el pitón por salva la parte... Pues el Clavelero sanó. ¿Y eso...? Vea usted, señora, ¡qué cosas hace la Virgen! Ella se sabrá lo que le conviene, tonta. Poco después se retiró Guillermina. La casa volvió a tomar su aspecto ordinario.

Imaginó al punto que la persona de quien andaba celoso Braulio era el Conde, de quien Beatriz le hablaba en su carta. Fuese como fuese, Paco temió una catástrofe. Pensó en que Braulio, o se iba a morir, o se iba a matar, o se iba a Leganés. A fin de evitarlo, si era tiempo, se puso inmediatamente en camino para Madrid. Braulio no le había dado señas, pero él le hallaría.

»¿Por qué palidece la faz del tirano? ¡Ah! el tirano ve que sus horas están contadas...» Otras veces empezaba diciendo aquello de: «Joven soldado, ¿á dónde vas?» Y por fin, después de mucho marear, quedábase el lector sin saber á dónde iba el soldadito, como no fueran todos, autor y público, á Leganés. Todo esto le parecía de perlas á D. Francisco, hombre de escasa lectura.

Se puso repentinamente lívida, y con los labios temblorosos por la ira, exclamó: ¿Qué estás diciendo ahí? ¿Será necesario llevarte a Leganés?... Vamos, vamos añadió con acento despreciativo, hazme el favor de dejarme en paz. Ve a refrescarte, porque lo necesitas. La faz de Gonzalo se contrajo violentamente; su boca se abrió con una expresión de feroz sarcasmo, llamearon sus ojos.

El marqués de Leganés, gobernador del Milanesado, de paso en Mallorca con su flota, se apiadó de la juventud y belleza de una muchacha condenada a las llamas y pidió su perdón. El Tribunal alabó los sentimientos cristianos del marqués, pero no quiso admitir su súplica.

Leganés, si quisieran representarte en una ciudad teórica, a semejanza de las que antaño trazaban filósofos, santos y estampistas, para expresar un plan moral o religioso, no, no habría arquitectos ni fisiólogos que se atrevieran a marcar con segura mano tus hospitalarias paredes. «Hay muchos cuerdos que son locos razonables». Esta sentencia es de Rufete.

Quien se vio en aquellos locales, con aquellas anaquelerías y aquel mostrador donde había un cajón de dinero que sonaba a cosa rica..., verse ahora en este nido de urracas, con cuatro trastos, poca parroquia, y en un barrio donde se repican las campanas cuando se ve una peseta..., ¡qué puñ...!». Francisca murió; Rufete fue encerrado en Leganés.