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Un doble sentimiento conmovió á Lubimoff: de rabia, por la convicción de que no se había equivocado: aquel soldadito amaba á Alicia; de gozo, al saber que ya no era recibido en la casa, como antes, y rondaba inútilmente en torno de ella. Representaba una alegría negativa, pero alegría de todos modos, al ver á aquel jovenzuelo en una situación igual á la suya.

Parecía abominar de este traje, á causa de los recuerdos que despertaba en ella. Prefería montar con faldas y olvidaba el lazo, que era antes su mayor diversión. Llevaba esta mañana más de una hora de galope por las tierras de su padre, cuando vió sobre una altura á un jinete, inmóvil y empequeñecido por la distancia, semejante á un soldadito de plomo.

Frente a mi línea de batalla, cabalgando en un corcel blanco en actitud de galopar, con elástico y pluma, sable desenvainado, yo había colocado a mi general. A su turno, Alejandro, sirviéndose de un soldadito roto, había puesto el suyo al frente de su línea y para provocarme me decía: ¡Este es don Justo, mi patrón!

»¿Por qué palidece la faz del tirano? ¡Ah! el tirano ve que sus horas están contadas...» Otras veces empezaba diciendo aquello de: «Joven soldado, ¿á dónde vas?» Y por fin, después de mucho marear, quedábase el lector sin saber á dónde iba el soldadito, como no fueran todos, autor y público, á Leganés. Todo esto le parecía de perlas á D. Francisco, hombre de escasa lectura.

Pero el gobierno despreciaba á las mujeres, y ella no podía obtener otra participación en la guerra que la de admirar el uniforme de su novio René Lacour, convertido en soldado. El hijo del senador ofrecía un lindo aspecto. Alto, rubio, de una delicadeza algo femenil que recordaba á la difunta madre, René era un «soldadito de azúcar» en opinión de su novia.

Conservaba á su «soldadito de azúcar», pero en un estado lamentable... Nunca don Marcelo se dió cuenta del horror de la guerra como al ver entrar en su casa á este convaleciente que había conocido meses antes fino y esbelto, con una belleza delicada y algo femenil. Tenía el rostro surcado por varias cicatrices que formaban un arabesco violáceo. Su cuerpo guardaba ocultas otras semejantes.

Pero llegó al fin el momento en que el niño debía ser despechado. Había contado sin la huéspeda. Su esposo halló, por el contrario, que aquel adorno de soldadito, le sentaba muy bien dándole cierto aire original. La pobre mujer no sacó sus gastos y se resignó a dejarse crecer el cabello nuevamente.

Le miraba, pálida, con los ojos enormemente agrandados, unos ojos que parecían devorarle con su admiración. Ven, pobrecito mío... Ven aquí, soldadito dulce... Te debo algo. Y volviendo su espalda á la doncella, le invitó á doblar una esquina inmediata.

Al llegar de Biarritz, Chichí había escuchado con ansiedad las hazañas de su «soldadito de azúcar». Quiso conocer, palpitante de emoción, todos los peligros á que se había visto sometido, y el joven guerrero del «servicio auxiliar» le habló de sus inquietudes en la oficina durante los días interminables en que peleaban las tropas cerca de París, oyéndose desde las afueras el tronar de la artillería.

La mano izquierda había desaparecido con una parte del antebrazo. La manga colgaba sobre el vacío doloroso del miembro ausente. La otra mano se apoyaba en un bastón, auxilio necesario para poder mover una pierna que no quería recobrar su elasticidad. Pero Chichí estaba contenta. Veía á su soldadito con más entusiasmo que nunca: un poco deformado, pero muy interesante.