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bajo la luna que nostalgias llueve, bordando en sus azules bastidores el arabesco de su nombre en nieve... Marzo, 1922. En la paz de los viejos parques ducales, junto al lago que irradia verdes reflejos, el alma pensativa de los rosales flota en un azulado temblor de espejos.

Conservaba á su «soldadito de azúcar», pero en un estado lamentable... Nunca don Marcelo se dió cuenta del horror de la guerra como al ver entrar en su casa á este convaleciente que había conocido meses antes fino y esbelto, con una belleza delicada y algo femenil. Tenía el rostro surcado por varias cicatrices que formaban un arabesco violáceo. Su cuerpo guardaba ocultas otras semejantes.

A trechos giraba lentamente, muy distante, la azotea roja de un chalet; y su ventana, bajo el triángulo de tejas, fulguraba como una planchuela de oro. El sol se dilató; era una gran ascua redonda que perforaba la cinta de bruma azul. Un gajo de arbusto seco, sobre la llanura, cruzó por el disco como un arabesco de tinta.

No hará literatura vana de hojarasca y ampulosidad; no escribirá ni una página en que haya el rebuscamiento alambicado de la locución, el refinamiento esmerado de la forma, que degenera a menudo en un verbalismo odioso, en que tanta gente de letras malgasta su tiempo. No hará jamás ni una filigrana, ni un arabesco. A él le interesan las ideas, los conceptos como expresión de verdades.

Eran juegos de calzón y camisa de bayeta, cosidas una pieza a otra, y que así, al pronto, parecían personajes de azufre. Los había también encarnados. ¡Oh!, el rojo abundaba tanto, que aquello parecía un pueblo que tiene la religión de la sangre. Telas rojas, arneses rojos, collarines y frontiles rojos con madroñaje arabesco. Las puertas de las tabernas también de color de sangre.

Tanta estátua, tanto dentellon, tanta columna, tanto relieve, tanto arabesco, tanta profusion de trabajo, le quita belleza, porque le quita sencillez; le quita majestad, porque le quita simetría; pero lo que le quita como arte, se lo da como historia; lo que le quita como iglesia, se lo da como conservatorio ó museo. No es una gran arquitectura; pero es un gran libro.

Cual perenne centinela se descubre por la carretera de Zaragoza, la arabesca Torre de San Martín, pegada a su Iglesia e inmediata a la puerta de la Anda-quilla: levantada la torre sobre un arco que abre paso para la mencionada puerta, al verla, asalta a la imaginación la idea de si fue o no árabe su artífice, por lo arabesco de su construcción, por sus adornos del mismo género, y por las almenas que en el último término la ciñen.

El arabesco tocaba con la alegoría y el dibujo natural fantástico por un lado, y por el otro con el arte de Iturzaeta. En cosas así pensaba Reyes una tarde, cerca del crepúsculo, en el cuarto no muy lujoso ni ancho que Serafina Gorgheggi ocupaba en la fonda dependiente del café de la Oliva, piso tercero de la casa.

Ya no eran aquellos los días de las borrascas sensuales, en que el amor físico, mezclándose al platónico, se entregaba al arabesco de la pasión disparatada y caótica; el alma ya se había sobrepuesto y daba el tono al cariño, que, al arraigarse y convertirse en costumbre, se había hecho espiritual.

Cuando, mal vestida, se deslizó por la escalera, corriendo á un salón del piso bajo, los domésticos, azorados y trémulos, pretendieron detenerla. Entró, reconociendo inmediatamente la dolorosa cabeza que descansaba sobre las almohadas de un diván. Era él, atrozmente desfigurado, con las mejillas surcadas por el lívido arabesco de las cicatrices...pero era él. De sus ojos sólo quedaba uno.