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De allí a poco viole la marquesa agitarse mucho, gemir profundamente, revolver los ojos azorados; acercóse a él... Habíasele olvidado un pecado muy gordo, muy gordo..., y antes que tuviera tiempo la dama de llamar al padre, decíale ya él con gran trabajo: Yo..., por divertirme..., por fastidiarle..., escribía todos los días una carta a Frasquito... diciéndole: ¡Mentecato!... ¡Cuatro meses le escribí!... Cuando Jacobo volvió de Italia, dejé de hacerlo... Me lo pidió él: decía que le interesaba... le pedirás perdón a Frasquito... ¡Me pesa! ¡Me pesa!...

Y en aquel momento, como si quisieran probar aquellas amables criaturas que llevar siempre la contra es el rasgo peculiar del sexo, callaron todas de repente, siguiéndose un silencio profundo, un calderón prolongadísimo de cerca de un minuto, seguido, a su vez, de un allegro alborotado, un crescendo inverosímil, rápido y vivace... Algo gordo sucedía, y el respetable Butrón y el filosófico Pulido acudieron al punto muy azorados a sus respectivos observatorios... Entraba la condesa de Albornoz, con aquel paso de que habla Virgilio, que revela una reina o una diosa, inclinando la cabeza con el aire de vanidad satisfecha de aquel emperador romano que encogía la suya al pasar bajo los arcos de triunfo, por miedo de tropezar en ellos con la frente; seguíala la marquesa de Valdivieso, una de las cómodas amigas de fácil contener que traía ella siempre a retortero para que la acompañasen como damas de honor, sirviendo, según su frase, de marco a su elegancia.

Gallardo púsose aún más pálido, contemplando con ojos azorados el paso de la cruz y el desfile de los sacerdotes, que rompieron a cantar gravemente, al mismo tiempo que miraban, unos con aversión, otros con envidia, a toda esa gente olvidada de Dios que corría a divertirse. El espada se apresuró a quitarse la montera, imitándole sus banderilleros, menos el Nacional.

No vio nada en el horno: habrían huido, y cuando él iba a escapar también, se abrió la puerta de la barraca y salió Pepeta en enaguas, con un candil. La había despertado el trabucazo y salía impulsada por el miedo, temiendo por su marido que estaba fuera de casa. La roja luz del candil, con sus azorados movimientos, llegó hasta la boca del horno.

Ninguna noche se había visto tan lleno el fumadero. Los sirvientes corrían azorados, no sabiendo adónde acudir entre tantos y tan contradictorios llamamientos. Sonaban frecuentemente estallidos de tapones. El champán desbordaba de las copas, corriendo sobre las mesas en raudales espumosos.

Pregúntenlo a quien quieran, pregúntenlo a todos... digan ustedes agregó dirigiéndose a los criados, que se miraban azorados: deseaba provocar en el acto el testimonio de los presentes digan ustedes que la conocieron, que poseyeron su afecto, si es posible, si es creíble...

Sonriose imperceptiblemente el vizconde, mirando a Felipe, quien con ojos azorados y con el sombrero en la mano, permanecía clavado en su sitio como pidiendo el socorro de un alma caritativa. Por fortuna entró en esto la condesa, y Felipe, sintiéndose salvado, acercose presuroso a ofrecerle sus respetos.

Intervinieron los guardias de orden público en favor de las mujerzuelas, y mientras tanto, huyeron en un segundo los lujosos trenes, al galope, a la desbandada, mordiéndose los hombres el bigote de despecho, escondiendo las mujeres, llenas de vergüenza, los rostros azorados.

En un ángulo de la plaza estaba la tribuna de la música, un tablado bajo, cuyas barandillas acababan de cubrirse con telas de colorines manchadas de cera, como recuerdo de las muchas fiestas de iglesia en que se habían ostentado. ¡Música...! ¡músicaaaa! gritaba la gente. Y los músicos, azorados por el vocerío, iban hacia el tablado abriéndose paso en la muchedumbre.

A todos los de la cárcel los traía azorados poniéndoles motes; a uno le llamaba mamoncillo; a otro que tenía un ojo torcido, virulento; al capellán de la cárcel, hopalandas... ¡Ni por un Cristo se quedaba nadie solo con él, y eso que le tenían con grillos!... A me quería mucho, como amigo verdadero. Yo era entonces un muchacho.