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La única esperanza lícita para ella era que el Príncipe, reconociendo sus propias faltas y repudiando la obra cruenta a que se había consagrado, correspondiese por fin al amor y a la confianza que ella había puesto en él. Entonces, ese habría sido el rescate de su pasión: aunque mala en su origen, habría durado largo tiempo y producido un efecto bueno.

Pero a la mañana siguiente su voluntad parecía ablandada durante el sueño. «¿Por qué no?», volvió a preguntarse. Necesitaba verla otra vez. Era para él la primera mujer entre todas las que había conocido; le atraía con una fuerza distinta al afecto sentido por las otras. «La tengo ley», se dijo el torero, reconociendo su debilidad... ¡Ay! ¡cómo había sentido la violenta separación!...

La espía agitaba la cabeza al escuchar sus propios actos, apreciando por primera vez toda su enormidad, reconociendo la justicia del tremendo castigo. Pero al mismo tiempo confiaba en un bondadoso perdón á cambio de todo lo que había revelado, en una misericordia galante... por ser ella. Al sonar la palabra fatal, dió un grito, pálida, con una palidez de ceniza, y se apoyó en su abogado.

Comió varias galletas y un pedazo de chocolate encontrados en sus bolsillos y acabó por tenderse, reconociendo que este lecho algo duro no le privaría del sueño. Iba á dormirse, cuando notó algo extraordinario en torno de él. Adivinaba la proximidad invisible de pequeños animales de la noche, atraídos sin duda por la novedad de su presencia.

El hijo, envejecido, con el pecho lleno de medallas, sin más vida intelectual que las reuniones de cofradía, confiando su porvenir y su voluntad al jesuita introducido en la familia por la madre, mientras el padre sonríe amargamente, reconociendo que es de otro mundo, de una generación que se va: la que logró galvanizar la nación por un momento con la protesta revolucionaria.

No eran un modelo de corte, ni había que fiar mucho en la regularidad de los patrones, obra también de Florentina; pero ella, reconociendo los defectos de las piezas, pensaba que en aquel arte la buena intención salva el resultado. Su excelente padre le había dicho aquella mañana al comenzar la obra: Por Dios, Florentinilla, parece que ya no hay modistas en el mundo.

Las guardaban sin mirarlas y seguían su lamento: «Pan... pan.» ¡Y él había ido hasta allí para hacer la misma súplica!... Huyó, reconociendo la inutilidad de su esfuerzo. Cuando regresaba, desesperado, á su propiedad, encontró grandes automóviles y hombres á caballo, que llenaban el camino formando larguísimo convoy. Seguían la misma dirección que él.

Hay que advertir que don Melchor sentía un cariño ciego, casi adoración por la prometida de su sobrino. Para él aquella criatura era sagrada. Desde que Gonzalo se fijó en ella y él lo supo, la hizo objeto de una observación pertinaz lo mismo que si estuviese reconociendo el casco de un buque antes de arbolarlo.

Cargó sobre ellos con tanta gallardia, que les rompió y degolló la mayor parte, pero la que quedaba entrera en reconociendo á los nuestros se fué retirando hacia la aspereza de la montaña.

Algunos tenían sangre en el rostro y en las manos. Los fué reconociendo uno por uno mientras los alineaban junto á una tapia, á veinte pasos del piquete: el alcalde, el cura, el guardia forestal, algunos vecinos ricos cuyas casas había visto arder. Iban á fusilarlos... Para evitarle toda duda, el teniente continuó sus explicaciones. He querido que vea usted esto. Conviene aprender.