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Fatigada de tanto buscar, inflamada de anhelo, nerviosa, salió de nuevo al aire libre. Evitó el encuentro de las personas que pudieran detenerla y se dirigió al jardín. En cuanto puso el pie en él despertó vigorosamente en su espíritu la esperanza de encontrarlos.

Clara le amaba, y á su despecho, contra su voluntad, había declarado su amor; pero sólo con los ojos, por donde se le iba el alma en busca del bizarro y gracioso estudiante, sin que todos sus escrúpulos religiosos v filiales fuesen bastante poderosos para detenerla. Don Fadrique pudo convencerse, en el largo coloquio que tuvo con D. Carlos, de que su pasión por Clara era verdadera y profunda.

Nada pudo detenerla: ni las súplicas de su mamá para que descansase, ni siquiera la severidad de que se armó su padre, todavía vestido con su bonita bata azul rameada de negro.

Intentó detenerla el príncipe tomando suavemente una de sus manos, pero ella la retiró con nerviosa retracción. ¡Y te marchas! dijo él con desaliento . Yo que creía, al venir aquí... La humildad de su voz pareció irritar á la duquesa, haciéndola detenerse cuando empezaba á volverle la espalda. ¿Qué es lo que creías? preguntó con indignación . Tu inconsciencia me asombra. ¡Ah, Miguel!

El sentimiento de la realidad iba poco a poco recobrando su imperio. Mas la realidad érale odiosa y trataba de mantenerse en aquel estado delirante. Un individuo de los que la siguieron se aventuró a detenerla en toda regla, llamándola por su nombre. «¡Pero qué tapadita va usted!... Fortunata». Detúvose ella ante el que esto dijo.

Lo quiero... Jacobo trató de detenerla, de calmarla. ¡Lea! La cantante lo miró profundamente, le dirigió otra sonrisa y se arrojó en sus brazos en un movimiento apasionado, diciéndole: Dame un beso, ¿quieres? Es la última vez que estamos juntos. Permíteme que al partir lleve en la frente el recuerdo de tus labios.

Pero no se atrevió a hablarle ni a detenerla, por no turbar el silencio del dormitorio, iluminado por una luz tan débil que le faltaba poco para extinguirse. Mauricia atravesó la estancia sin hacer ruido, como sombra, y se fue.

Pañuelo a la cabeza, mantón bien recogido sobre los hombros, y a la calle... Salió con rapidez y determinación, como quien sabe a dónde va y obedece a uno de esos formidables impulsos en línea recta que conducen a toda acción terminante. Ni tiempo dio a que Dorotea pudiera detenerla, porque cuando esta la vio, ya estaba abriendo la puerta y salía como una saeta. Eran las nueve de la noche.

Valor, Pablo, valor; verás, la Virgen de Luján nos ha de ayudar... Hasta luego, adiós. Dejóle desplomado en el sillón, tan abatido, que no hizo un movimiento para detenerla, no dijo una palabra para estimularla en la espinosa jornada que emprendía: el golpe habíalo atontado y se le oía barbotar: ¡Todo, todo, menos eso!

¿Y qué es esto? me dijo abriéndolo; ¡ah! ¡una cruz! la conservaré, la conservaré siempre en memoria de usted. Y aprovechando el estupor que había causado en el extraño aspecto, la profunda conmoción que noté en ella, al expresarme su deseo de ser monja, escapó. Cuando quise detenerla sonó el golpe de una puerta que se cerraba, y luego sentí que bajaba rápidamente las escaleras.