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A excepción del posadero Dubreuil, el más gordo y apoplético de los taberneros de los Vosgos, un hombre de vientre hinchado en forma de odre, que se sustentaba en los enormes muslos, de ojos redondos, de nariz chata, con una verruga en la mejilla derecha y una triple papada que le caía a la manera de cascada sobre el doblado cuello de la camisa, a excepción de este curioso personaje, sentado en un ancho sillón de cuero cerca de la estufa, Materne se encontraba solo.

Al acercarme no ningún grito de alegría. Todo estaba silencioso, todo estaba como muerto... En el comedor encontré a mamá sola. Tenía las manos juntas y exhalaba profundos suspiros, mientras gruesas lágrimas rodaban hasta su blanca papada. Es el efecto de la emoción pensé al sentarme frente a ella. ¿Dónde estabas, Olga? dijo, enjugándose esta vez tranquilamente los ojos.

Ambos jadeaban: su dificultosa respiración parecía el resuello de un accidentado; las triples roscas de la papada y el rollo del pestorejo aureolaban con formidable nimbo de carne las faces moradas de puro inyectadas de sangre espesa; y cuando se volvían de espaldas, en el mismo sitio en que el Arcipreste lucía la tonsura ostentaba su hermana un moñito de pelo gris, análogo al que gastan los toreros.

D. Juan Nepomuceno le aterraba con sus grandes patillas cenicientas, sus ojos fríos de color de chocolate claro y su doble papada afeitada con esmero cancilleresco; le aterraba sobre todo con sus cuentas embrolladas, que él miraba como la esencia de la sabiduría.

Se había puesto excesivamente, monstruosamente gruesa; el pecho desbordaba del corsé; la cintura, salida de madre, invadía las caderas; los brazos, del codo al hombro, tenían más de muslos que de brazos; el cuello, corto, con un collar de grasa, que caía en blanda papada sobre el cuerpo del vestido, manchado por la transpiración y los polvos de arroz; la cara, mofletuda, colorada, reluciente; los ojos, enterrados en tanta gordura, lacrimosos, a la sombra de un flequillo postizo, que se encrespaba sobre las cejas peladas... Y encima del peinado pretencioso, una capota rosa, una capotita monísima... ¡Qué bajón tan grande había dado la señora de Esteven!

El resultado fue aplastador... Una cabeza grandota, calva... una nuca enorme... bolsas debajo los ojos... papada... y, encima de todo eso, un color cobrizo como el de un caldero expuesto por mucho tiempo a la acción del fuego.

Su ancha silla no podía contener aquellos miembros voluminosos, repletos; un tronco obeso y prosaico, un vientre enorme, pantagruélico... y la risa rabelesiana, franca, sonora, que sacude todo el cuerpo. La cara ancha, sin barba, reposando sobre un cuello robusto, con una triple papada, la mirada viva y maliciosa, los ademanes sueltos y cómodos. ¡Qué espíritu, qué chispa!

Era esta mujer colosal, a lo ancho más aún que a lo alto; parecíase a tosca estatua labrada para ser vista de lejos. Su cara enorme, circuida por colgante papada, tenía palidez serosa. Calzaba zapatillas de hombre y usaba una sortija, de tamaño masculino también, en el dedo meñique.

Y como si el dolor que inspiraban los males de su amigo sirviera para facilitar sus funciones digestivas, embaulóse de un golpe una côtelette entera, que se le deshizo en la boca de puro blanda, cual si fuese un merengue. Pues, hijo replicó María Valdivieso , no que padezca del pecho... Está gordo y robusto; Paco Vélez me lo decía ayer: va echando papada de comerciante de ultramarinos.

Y como don Alvaro contesta con acento muy triste: «¡Ta, ta, ta, ta, ta!», el noble corazón de su esposa se enternece; y arrepentida ella de las frases duras que se le han escapado, se acerca a don Alvaro con cariño, y para función de desagravios le da un blando cogotazo, le pasa la blanca mano por la papada y le pega en las narices un amoroso capirotazo.