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Sufría en silencio, intentando curarse: sería un hombre y, en los momentos de desaliento, el recuerdo del ridículo en que había vivido bastaría para darle fuerza. Pero, ¡ay! ¡cómo le aterraba la soledad de aquella existencia que aún le quedaba por delante! ¡Qué miedo le causaba la monotonía de una vida sin ilusiones! Vaya, Pepe: no hay que ser niño dijo el doctor con autoridad.

«Tendré que enviar un hombre á mis expensas pensó . Esto será caro, pero no importa; lo principal es dormir con tranquilidad y que no se me aparezca la pobre difunta llevando el niño de la mano....» ¡Ay, el niño, con su llanto silencioso y su carita de muerto!... Este era el que le aterraba más en la lúgubre visión.

Con no volver más a Sarrió estaba concluído; y si volvía ya procuraría no encontrársela de frente. Al fin la escribió. Túvola guardada en el cajón de su mesa varios días. La idea de echarla al correo le aterraba. Para decidirse a ello, necesitó beberse unas copitas de ron.

No les aterraba solamente la idea del peligro en que se habían hallado, pues de otros no menores habían salido con sereno espíritu, sino el cuadro de muerte y desolación que habían contemplado sus ojos entre la furia de la galerna.

D. Juan Nepomuceno le aterraba con sus grandes patillas cenicientas, sus ojos fríos de color de chocolate claro y su doble papada afeitada con esmero cancilleresco; le aterraba sobre todo con sus cuentas embrolladas, que él miraba como la esencia de la sabiduría.

El Tato le miraba con ojillos burlones y amenazantes, en los que el Vara de plata creía leer: «Acuérdate de la navajaPero lo que más aterraba a don Antolín era el silencio del campanero, la mirada hosca y dura con que respondía a sus palabras.

Examinarían con más claridad el asunto... El temor de verse obligado a aceptar las proposiciones de Montenegro le hacía insistir en su negativa. Todo menos casarse... No le era posible; le repudiaría su familia, se reiría de él la gente; perdería su porvenir político. Pero el hermano insistió con una firmeza que aterraba a Luis: Te casarás; no hay otro remedio.

El primer alemán que se acercase á ella estaba condenado á muerte. Doña Luisa se aterraba viéndola blandir el arma ante el espejo de su tocador. Ya no quería ser soldado de caballería ni «diablo azul». Se contentaba con que la dejasen en un espacio cerrado, frente al monstruo odioso. En cinco minutos resolvería ella el conflicto mundial.

Este pensamiento hizo flaquear mi valor: me aterraba infinitamente más que la perspectiva del cadalso. Sentía dentro de fuerzas bastantes para mirar a la muerte cara a cara, y al mismo tiempo me contemplaba incapaz por entero de soportar la vista de un público curioso y hostil. Congojado y muerto de vergüenza salí por la puerta de la cárcel entre un grupo de curas, soldados y carceleros.

Pues si ella te quiere dijo el doctor ¡adelante, muchacho! y á ver cuándo te llamo sobrino. Sintiendo cierta conmiseración por su optimismo, intentó animarle, disminuyendo los obstáculos ante los cuales se aterraba Fernando. Al padre, á pesar de sus barbazas y su entrecejo de gigante, no había que tenerle gran miedo. Era cuestión de que el descubrimiento le pillase de buen talante.