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Ponía los ojos tiernos a todos los hombres; ella, tan áspera e imperiosa con las mujeres, sonreía a cuantos solteros vivían en las Claverías. El Tato era gran amigo suyo; le buscaba cuando su tío estaba ausente, riendo sus gracias de aprendiz de torero.

Creéis que ya está lograda vuestra dicha con apoderarse de esas riquezas. ¿Y después? Vuestras familias quedarán aquí. Tato, piensa en tu madre. Mariano, el zapatero y tenéis mujer, tenéis hijos. ¡Bah...! dijo el campanero . Ya vendrán a reunirse con nosotros cuando estemos lejos y en salvo. El dinero todo lo puede: lo que importa es tenerlo.

El animal, conociéndole de antiguo, buscaba su salida por la puerta más inmediata, pero el Tato le cortaba el paso, lo acosaba nave adentro fingiendo perseguirlo, lo lidiaba de capilla en capilla, hasta que, acorralándolo, podía largarle unas cuantas patadas.

Después sonaron los pasos de varias personas, pero agrandados por el eco, como si avanzase toda una hueste. ¿Quién va? gritó Gabriel, algo alarmado. Nosotros, hombre contestó en la sombra la voz fosca de Mariano . ¿No te dije que bajaríamos? Al entrar en el crucero les dio de lleno la luz del altar mayor. Gabriel vio con el campanero al Tato y al zapaterillo.

Cuando el Tato amenazó con su bastón a un mastín que se pegaba a las piernas de sus amos, aquella gente sencilla se decidió a salir del templo antes que abandonar al fiel compañero de su vida selvática. Gabriel miró por la verja del coro. La sillería alta y la baja estaban ocupadas.

Pero a Su Eminencia se le va más abajo, y le hace rabiar como un condenado. Lo que dice tía Tomasa: los médicos le arreglan, y él se encarga de enfermar otra vez con ese vinillo de gloria. El Tato, en medio de su cinismo burlón, mostraba cierto afecto por el prelado. No crea usted, tío, que es un cualquiera; dejando aparte su mal genio, resulta todo un hombre.

La Serrana y Lola siguieron: Para España su nombre es tan grato, que er nombrarlo nos causa plaser; como Antoñito Sánchez, er Tato, denguno ha imitao el volapié. ¡Qué lástima de torero! Será eterna su memoria. ¡Mardito sea asta aquer toro que le ha quitao al arte su gloria! Concha se había despojado del sombrero y hacía con él mil gestos y carocas, ora poniéndoselo, ora quitándoselo.

El silenciario pretendía anonadar con su mirada al Tato, pero éste sonreía, sin impresionarse gran cosa con las palabras de su tío. Y no creas, Gabriel continuó , que a este individuo le falta un pedazo de pan y por eso hace tales disparates.

Y el Tato acababa sus confidencias con suposiciones obscenas. Esta murmuración contra el cardenal, que subía desde la sacristía hasta el claustro, irritaba al hermano de Gabriel. El Vara de palo, soldado raso de la Iglesia, no podía escuchar con calma los ataques a sus superiores. Para él todo eran calumnias.

Sólo vio en él a un cadete que paseaba con la mano en la empuñadura del sable, poniéndolo casi horizontal, como las rabitiesas tizonas de otros tiempos. Luna le reconoció por sus anchos pantalones y su talle de avispa, que hacía afirmar al Tato que el tal cadete usaba corsé. Era Juanito, el sobrino del cardenal.