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Actualizado: 2 de mayo de 2025


Y a buen paso, con el manteo ondulante, abandonaban la iglesia cada uno por su lado, evitando formar grupos ni corrillos, atento cada cual a librarse de responsabilidades, a aparecer limpio de toda complicidad con los enemigos del prelado. El Tato reía de gozo viendo la dispersión y el azoramiento de los señores del coro. ¡Corred, corred! ¡Bueno os va a poner el cuerpo el tío...!

Verdad es que ni el Tato, ni Cuchares, ni otro de los príncipes de la tauromáquia debian trabajar en Aranjuez; pero estaba anunciado como rey de la fiesta un tal Pepete, espada de segundo órden no sin alguna reputacion. Millares de personas de todas condiciones estaban agrupadas en la estacion del ferrocarril para ir á la corrida.

Siempre te he querido y admiro tu talento, pero a ti hay que tratarte como a un chicuelo... ¡Vaya, Gabriel, a callar y síguenos! ¡Te llevamos a la felicidad! ¡Adelante, compañeros! El Tato y el zapatero se pusieron de pie, marchando hacia la verja del altar mayor. El perrero empujó una de sus hojas, entreabriéndola. ¡No! gritó Gabriel con energía . ¡Deteneos...! Mariano, no sabes lo que haces.

Querían acompañar a Luna una parte de la noche, para que no le fuese tan pesada la guardia, y traían una botella de aguardiente que le ofrecieron. Ya sabéis que no bebo dijo Gabriel . Nunca me ha gustado el alcohol; vino, y no mucho... Pero ¿adonde vais, vestidos como en los días de fiesta? El Tato se apresuró a responder.

Ni come, ni siente frío en el invierno, y nosotros somos unos miserables. mismo lo has dicho, Gabriel, contemplando nuestra pobreza. Nuestros hijos mueren de hambre sobre las rodillas de las madres, mientras los ídolos se cubren de riquezas... ¡Anda, Gabriel, no perdamos el tiempo! ¡Vamos, tío! dijo el Tato . Un poco de coraje.

Gabriel vio a su sobrino el Tato vestido con ropón de escarlata, como un noble florentino, dando golpes en las losas con la vara para asustar a los perros. Discutía con un grupo de pastores de la sierra: hombres negruzcos y retorcidos como sarmientos, con chaquetones pardos y abarcas y polainas; hembras con pañuelos rojos y faldas mugrientas y remendadas que pasaban de generación a generación.

Mariano, el Tato y un pertiguero que también vivía en el claustro eran los que con más frecuencia encontraba Gabriel sentados en las desvencijadas silletas del zapatero, tan bajas, que podían tocar con las manos el suelo de ladrillos rojos y polvorientos.

Don Martín era el único que le seguía en su marcha ilusoria por el porvenir. El campanero, el manchador, el zapatero y el Tato subían por la noche a las habitaciones de la torre sin llamar al maestro, y allí exhalaban su odio contra lo existente, frente a las estampas olvidadas, amarillentas y rugosas que reproducían los episodios sin gloria de la guerra carlista.

El Tato y el campanero se deslizaron furtivamente por la escalera de la torre vestidos con sus mejores ropas. Iban a los toros. Sagrario, obligada al reposo para santificar la fiesta, había pasado a la casa del zapatero.

El Tato no miraba estos planos de roble y nogal con tropeles de jinetes y racimos de soldados escalando los muros de las ciudades moras.

Palabra del Dia

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