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Díjome algunas palabras duras. Prometí amarle con más vivo cariño si me volvía a mi casa. Viendo que no accedía a mis súplicas, grité, acudió la señora anciana, diciendo que la vecindad se había alarmado y que nos fuéramos a otra parte. Irritose lord Gray y amenazó a aquella señora con ahorcarla. Después pareció conformarse con mi deseo, y dándome mil quejas llevome sin dilación a mi casa.

«Mira, chiquilla, si no te largas, verás». La amenazó con un movimiento del brazo, precursor de una gran bofetada; pero la mona se le rebeló, chillando así: «No me da la gana... ¿Y a usted qué?... ¡Mía esta!...». Fortunata le dijo: «Papitos, vete a la cocina», y obedeció la rapaza, aunque de muy mala gana. «Pues yo... prosiguió Fortunata , si es verdad, le diré a mi marido que tome otra casa».

Salimos del estrecho á salvamento Sin arrojar al mar poeta alguno, Tanto del Sardo fue el merecimiento. Mas luego otro peligro, otro importuno Temor amenazó, sino gritára Mercurio, qual jamas gritó ninguno. Diciendo al timonero: á orza, pára, Amainese de golpe, y todo á un punto Se hizo, y el peligro se repara.

Pero el pobre ingeniero, que más allá de su trabajo sólo veía á su esposa, amándola como mujer y admirándola como un ser delicado y superior, resumen de todas las gracias y elegancias, no podía resignarse, y gritó y amenazó sin recato alguno, haciendo que el escándalo se esparciese por todo el círculo de sus amistades.

Mala recomendación esta última, dijo el señor de Morel frunciendo el ceño; y si á tu hermano te pareces por los hechos.... Lejos de eso, señor, dijo vivamente el arquero. Puedo aseguraros lo contrario, y á fe que hoy mismo lo amenazó de muerte su hermano y le soltó los perros. ¿Perteneces también á la Guardia Blanca? Á juzgar por tu rostro, edad y porte, no has tenido mucha práctica militar.

Era tan grande el placer que el califa esperimentaba en dirigir por mismo las construcciones, que entregado á su pasion de lleno, llegó en una ocasion á faltar tres viernes consecutivos á la azala de la Aljama, y al presentarse el cuarto viernes, el austero teólogo Mundhir ben Sa'id que predicaba aquel dia, aludió á él en su plática, y delante de todo el gentío le amenazó con el fuego del infierno.

Pero Basilio había olvidado que iba miserablemente vestido; el portero le detuvo, le interpeló groseramente, y al ver su insistencia, le amenazó con llamar á una pareja de la Veterana. En aquel momento bajaba Simoun ligeramente pálido. El portero dejó á Basilio para saludar al joyero como si pasase un santo.

Estas palabras fueron las que promovieron la algazara dicha. Ni los hujieres con sus voces, ni el presidente con la campanilla pudieron apaciguarla en algún tiempo. Por último, aquél logró hacerse oír. Amenazó con hacer desalojar el local inmediatamente, y esto bastó para restablecer el silencio. Después se revolvió contra el testigo.

Cuando estuvo junto á él le amenazó con un dedo, pretendiendo imitar la expresión ceñuda de un maestro que riñe á su discípulo. Luego habló con una gravedad cómica: ¿No le he dicho más de cien veces, mister Watson, que no quiero verle con esa... mujer? Paso ahora los días enteros corriendo el campo inútilmente, y cuando al fin consigo tropezarme con el señor, lo veo siempre en mala compañía.

Usted me amenazó, me aterrorizó, y si alguna vez un hombre abusó de una mujer, ese hombre fué usted, aquella noche... Me forzó usted gritándome: "Ó mía ó en la cárcel". Si no hubiera cedido, hubiera usted sido capaz de ir á denunciarme antes de que pudiera tomar el vapor. ¿No es verdad?