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Y si con ser taberneros, aunque ricos, nos conformáramos, yo no saldría de esta villa, donde he ganado en cuatro años una riqueza, y podría ganarla mayor en poco más. Pero hay una noble ambición que manda en ti y en con mayor fuerza que los tres ochavos de una buena ganancia; y esa ambición está reñida con las manos manchadas de vino tinto y con las ropas que huelen a anisado.

Paula compró grandes partidas de vino y lo vendía al por mayor a los taberneros de Matalerejo; empezó bien el comercio gracias a su inteligencia, a su actividad. Ella trabajaba por los dos. Francisco era muy fantástico, según su mujer. Le gustaba contar sus hazañas, y hasta sus aventuras, esto en secreto, después de colocar unos cuantos pellejos de Toro, al beber en compañía del parroquiano.

Vendía la sidra á los taberneros de la Pola y Langreo y vendía también los sobrantes de la huerta. Hasta tenía tiempo y humor para cultivar un número crecido de flores que eran el asombro y regocijo de las doncellas de Villoria. Al poner el pie en la plazoleta que había delante de la casa, dos perros salieron furiosos ladrando. ¡Quieto, Faón! ¡quieto, Safo! gritó el capitán.

Los franceses creen, y creen muy bien, que la venta es igual á la venta, y que tan vender es vender un Cristo de plata como un jarron de china. Siga el buen Jeannin siendo sucesor de Sellier, el cielo le muchos sucesores afortunados, y ojalá que los taberneros de mi país hicieran consistir su orgullo en ser depositarios de una herencia de probidad y de decoro.

Aquellos que van sobre cubas con ruedas y velicómenes en las manos, dando carcajadas de risa, son sus gentiles hombres de la copa, que han sido taberneros de Corte primero.

¡Lo mismo que yo te he dicho tantas veces! exclamó, retozándole la alegría en el semblante . ¿Qué necesidad tenemos nosotros de sufrir lo que aquí estamos sufriendo? Con lo que ya conocemos este trato, ¿cuánto no podríamos ganar estableciéndole en la ciudad? ¡No, Juana, no!... ¡Basta de taberna! Si con ella entráramos en la ciudad, taberneros seríamos hasta el fin de los siglos.

Ya no se oyen las tarrañuelas, ni los panderos, ni un solo grito en el corro de bolos. Los taberneros recogen sus baterías, y embridan sus jamelgos los curas, los jándalos y los señores de aldea; y perdiéndose, por grados, desde el lugar de la feria, por la campiña adelante en todas direcciones, se oye el sonido de las campanillas del ganado que se aleja.

A excepción del posadero Dubreuil, el más gordo y apoplético de los taberneros de los Vosgos, un hombre de vientre hinchado en forma de odre, que se sustentaba en los enormes muslos, de ojos redondos, de nariz chata, con una verruga en la mejilla derecha y una triple papada que le caía a la manera de cascada sobre el doblado cuello de la camisa, a excepción de este curioso personaje, sentado en un ancho sillón de cuero cerca de la estufa, Materne se encontraba solo.

¿Marqués? no, no, señor. El coronel de... ¿Militar? menos. Un mayordomo de semana. ¿Tiene fuero? no, señor. Pero, hombre, ¿adónde he de ir a buscar? Ha de tener casa abierta. Pero si yo no me trato con taberneros, ni... Pues dejarlo. ¡Voto va! No hubo más remedio que buscar el fiador; ya daba mi amigo la mudanza a todos los diablos.

Era rumboso y en el calor de la amistad improvisada en la taberna, abría créditos exorbitantes a los taberneros, sus consumidores. Esto originó reyertas trágicas; hubo sillas por el aire, cuchillos que acababan por clavarse en una mesa de pino, amenazas sordas y reconciliaciones expresivas por parte del artillero; secas, frías, nada sinceras por parte de su mujer.