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Los jardines no serán despojados de su belleza simétrica, los prados de su lozanía y verdor: el árbol ostentará su frondosa copa, y el hermoso fruto continuará pendiente de las ramas mecidas por el viento. Prosigamos en nuestra tarea destructora, ensordeciendo de repente á todos los animales.

Las florecillas que cubrían el techo de la cabaña, en imitación de los jardines de Semíramis, se acercaban unas a otras, mecidas por las auras, a guisa de doncellas tímidas que se confían al oído sus amores. La mar impulsaba blanda y pausadamente sus olas hacia los pies del duque, como para darle la bienvenida. Oíase el canto de la alondra, tan elevada que los ojos no alcanzaban a verla.

Ondulando en el éter, sobre los campos, despliega la neblina su blanco tul, y la apolínea antorcha, con vivos lampos, arrebola del cielo la veste azul. En la cúspide esbelta de las montañas, donde el águila altiva trenza su nido, mecidas por la brisa sueñan las cañas con la inflexión de un hondo flébil quejido.

Mi sitio favorito, a donde iba yo todas las tardes, era una roca casi plana, que parecía derrumbada del último picacho, y que ladeada sobre un peñasco, me brindaba cómodo asiento que circundaban buvardias coralíneas, cebadillas de suave fragancia, helechos maravillosos y vaporosas gramíneas que, mecidas por el viento, esparcían el pardo plumón de sus espigas maduras. ¡Qué panorama tan hermoso!

Por las vidrieras de las ventanas pasaban y repasaban, mecidas por el viento, las verdes copas de los árboles del jardín. La mesa era servida por criadas jóvenes, de rizados y blancos delantales. Sus caras, sanas y rojas como melocotones, daban una impresión de perfume primaveral semejante al de las flores que adornaban la mesa. Aresti estaba sentado al lado de su prima.

Frescas por el corto descanso y mecidas por la dulce ilusión de alcanzar presto el pesebre, corrían las jacas sobre el campo con creciente brío sin ayuda de espuelas. Ellos, con el corazón henchido aún por la suavidad que aquellos instantes felices habían dejado en él, sonreían vagamente, aspiraban con deleite el aliento embalsamado del crepúsculo.

Estaba invitado a almorzar en Valldemosa. «¡ArribaLa mañana era de las mejores de primavera; en el jardín de la casa chillaban a coro los pájaros sobre las ramas florecientes, mecidas por la brisa que enviaba el vecino mar por encima de la muralla. La criada se fue, camino de la cocina, al ver que el señor se decidía al fin a echarse fuera de la cama.

La Naturaleza parecía asociarse a su felicidad; las hojas, mecidas por suaves brisas murmuraban en la noche; vapores argentinos flotaban sobre el jardín adormecido, y, con sus rayos, la luna acariciaba las flores que, desfallecidas, exhalaban su perfume. Fue aquel un momento de embriaguez. Pero Juan sintió bien pronto desvanecerse su dicha.

¡Oh!, se lo decía el corazón.... Antonio sería algo bueno, la gloria de los Reyes.... Y acaso, acaso, cuando se hiciera rico, ya conquistando una gran posición política o escribiendo dramas, lo cual le halagaba más, o, lo que sería el colmo de la dicha, como gran compositor de sinfonías y de óperas, como un Mozart, como un Meyerbeer, él, su padre, ya viejo, chocho, chocho por su hijo... le metería en la cabeza que restaurase en Raíces la casa de los Reyes...; y él, Bonis, vendría a morir allí... en aquella paz, en aquella dulzura de aquel crepúsculo, entre ramas rumorosas de árboles seculares, mecidas por una brisa musical y olorosa, que se destacaban sobre el fondo violeta del cielo del horizonte, donde el último aliento del día perezoso se disolvía en la noche.