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Muchos militares... Grandes partidas de dominó y de billar. Cuestiones de honor. Toros. Juergas. Broncas. Nubes de limpiabotas, de vendedoras de décimos de la Lotería, de gitanas que dicen la buenaventura, de músicos ambulantes, de ciegos, de cojos, de paralíticos... Indudablemente, España no ha cambiado. Y es posible que nosotros mismos no hayamos cambiado tampoco.

Como Villalonga y yo teníamos dinero largo para juergas y cañas, unos y otros tomaron el gusto a nuestros bolsillos, y pronto llegó un día en que allí no se hacía más que beber, palmotear, tocar la guitarra, venga de ahí, comer magras. Era una orgía continua. En la tienda no se vendía; en ninguna de las dos casas se trabajaba.

Sus criados, unos mozos que han venido con ella, estirados y serios como lores, van puestos de frac, con grandes bandejas, repartiendo copas a las bailaoras, que, en plena jumera, les tiran de las patillas y les echan huesos de aceituna a los ojos. ¡Unas juergas de lo más honestas y divertidas!... Ahora doña Sol recibe por las mañanas al Lechuzo, un gitano viejo, que da lecciones de guitarra, maestro de los más castizos, y cuando no la encuentran sus visitas con el instrumento en las rodillas, está con una naranja en la mano. ¡Las naranjas que lleva comidas esa criatura desde que llegó! ¡Y aún no se ha hartado!...

De repente, se adelgazaba, partiendo como un relámpago hacia las alturas, hasta convertirse en un alarido agudo, en un grito que serpenteaba, formando complicados arabescos de salvaje bizarría. Las vulgares coplas, oídas por Rafael tantas veces en sus juergas con las gitanas, parecían nuevas en los labios de María de la Luz.

Son costumbres que se trajo de Andalucía cuando fue obispo allá. Pero nada de juergas. Copeo fino y reposado: para ayudar las fuerzas nada más. Y el vino de primera, tío; lo por un familiar suyo. ¡De a cincuenta duros la arroba! Se lo guardan, de lo mejor de la Mancha, en una cuba del tiempo del francés. Un jarabe que calienta el estómago y lo templa como si fuese un órgano.

En esta continua correría de un público a otro, adorado por los entusiastas, que ansiaban hacerle grata la vida en la población, conocía mujeres y asistía a juergas organizadas en su honor. De estas fiestas salía siempre con el pensamiento turbado por el vino y una tristeza feroz que le hacía intratable. Sentía crueles deseos de maltratar a las hembras.

Eran señoritos de Cádiz, acostumbrados a la vida fácil y placentera de un gran puerto; caballeros de Jerez, dueños de cortijos, hombres de pelo en pecho, grandes jinetes, expertos en las armas e incansables corredores de juergas: hasta curas entraban en el movimiento, afirmando que Jesús fue el primer republicano y que al morir en la cruz dijo algo así como «Libertad, Igualdad y Fraternidad».

¿Y el verde para el ganado, grandísimo holgazán? ¿Todavía no lo has segado? Ahora mismito, abuela. Anda listo, zángano, comedor, porque si no voy allá y te estrello en la cabeza la sartén. El héroe agitó la cabeza con desesperación; rechinó los dientes. Su alma se inundó de amargura. ¡Cruel humillación para un hombre que había corrido tantas juergas á orillas del Guadalquivir!

Estas juergas eran admiradas por algunos como un simpático alarde de los gustos populares del marqués.

Lo demás, trípticos y tablas, espadas y armaduras de los Torreroel de la Reconquista, las riquezas exóticas traídas de las Indias por los virreyes, y los regalos que varios monarcas de Europa habían hecho a sus abuelos, embajadores que dejaron en las cortes más famosas el recuerdo de su fastuosidad principesca, todo había ido desapareciendo después de noches terribles en que la fortuna le volvía la espalda en la mesa de juego, consolándose de su desgracia con juergas estruendosas, de las que hablaba Jerez durante mucho tiempo.