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Los criados de la casa también podían escribir formulando idénticas reclamaciones; pero confiaban en el talento mundano de la señora, que le permitiría alguna vez salir definitivamente de apuros, y se limitaban á manifestar su disgusto mostrándose más fríos y estirados en el cumplimiento de sus funciones.

Viendo su estampa inanimada en ese pedazo de lienzo, nos da gana de echar mano al bolsillo, y de dejarle una limosna. ¡Con qué verdad, con qué candor, con qué inocencia, abre los ojos lánguidos y marchitos, frunce los labios, y alarga dos dedos estirados, para sacarse la espina del pié!

Seguid, señor Ginés, seguid; vos, Mari Díaz, no interrumpáis dijo uno. Todos los cuellos estaban estirados, todas las cabezas extendidas hacia el noticiero, todos los oídos atentos, porque han de saber nuestros lectores, que en todos los tiempos los comediantes, como gente libre, se han tomado gran interés por los negocios públicos.

Tomó un poco de aliento don Quijote, y, viendo que todavía le prestaban silencio, quiso pasar adelante en su plática, como pasara ni no se pusiere en medio la agudeza de Sancho, el cual, viendo que su amo se detenía, tomó la mano por él, diciendo: -Mi señor don Quijote de la Mancha, que un tiempo se llamó el Caballero de la Triste Figura y ahora se llama el Caballero de los Leones, es un hidalgo muy atentado, que sabe latín y romance como un bachiller, y en todo cuanto trata y aconseja procede como muy buen soldado, y tiene todas las leyes y ordenanzas de lo que llaman el duelo en la uña; y así, no hay más que hacer sino dejarse llevar por lo que él dijere, y sobre si lo erraren; cuanto más, que ello se está dicho que es necedad correrse por sólo oír un rebuzno, que yo me acuerdo, cuando muchacho, que rebuznaba cada y cuando que se me antojaba, sin que nadie me fuese a la mano, y con tanta gracia y propiedad que, en rebuznando yo, rebuznaban todos los asnos del pueblo, y no por eso dejaba de ser hijo de mis padres, que eran honradísimos; y, aunque por esta habilidad era invidiado de más de cuatro de los estirados de mi pueblo, no se me daba dos ardites.

Los machuchos cancilleres, los estirados diplomáticos, los ministros desposeídos, los grandes agitadores expatriados, todo lo más alto, en fin, y lo más serio de las notabilidades europeas que abrevaba en lo selecto de las aguas de nuestro continente, sintió, en más o en menos, el influjo diabólico del paso de los tres astros errantes; y es sabido que si no volvieron a Madrid con una reata de celebridades de tal calibre por tiro de su carro triunfal, fue porque no se les puso en el moño la ocurrencia.

Pues todos éstos, el bueno y el malo, el desgraciado y el pillo, cada uno por su arte propio, pero siempre con su sangre y sus huesos, le amasa ron al sucio de Torquemada una fortunita que ya la quisieran muchos que se dan lustre en Madrid, muy estirados de guantes, estrenando ropa en todas las estaciones, y preguntando, como quien no pregunta nada: «Diga usted, ¿á cómo han quedado hoy los fondos

Usaba larga melena, poseía dos estirados ojos semimongólicos, y en la calle marchaba con lentitud y majestad, mirando al público desde las alturas del Parnaso. Siempre llevaba una caña de la India con puño de oro y marfil, como lleva San José en los altares su vara de azucenas, entre el pulgar y el índice de la mano derecha, levantada a la altura del codo.

Las vacas se colocaron todas de frente al cercado, siguiendo atentas con los ojos a la bestia invasora. Los caballos, inmóviles, alzaron las orejas. ¡Come toda avena! ¡Después pasa! Los hilos están muy estirados... observó aún el malacara, tratando siempre de precisar lo que sucedería si... ¡Comió la avena! ¡El hombre viene! ¡Viene el hombre! lanzó la vaquilla locuaz.

Los ojos eran lo único inquietante en aquella cara bondadosa de sacristán de aldea: unos ojos pequeños y triangulares sumidos entre bullones de grasa; unos ojillos estirados, que recordaban los de los cerdos, con una pupila maligna de azul sombrío. Al aparecer Gallardo en la puerta del cortijo lo reconoció inmediatamente y levantó su sombrero sobre la redonda cabeza.

Huí de Inglaterra para que mis paisanos no me rompieran los oídos con sus chillidos en el Parlamento, con sus pregones del precio del algodón y de la harina, y aquí encontré las mayores delicias, porque no hay fábricas, ni fabricantes panzudos, sino graciosos majos; ni polizontes estirados, sino chusquísimos ladrones y contrabandistas; porque no había boxeadores, sino toreros; porque no hay generales de academia, sino guerrilleros; porque no hay fondas, sino conventos llenos de poesía; y en vez de lores secos y amojamados por la etiqueta, estos nobles que van a las tabernas a emborracharse con las majas; y en vez de filósofos pedantes, frailes pacíficos que no hacen nada; y en vez de amarga cerveza, vino que es fuego y luz, y sobrenatural espíritu...