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Bailaoras de tablao en los cafés, pelanduscas de esas que van por los colmaos, hasta perdidas de las que viven en casas públicas... No cuántas han sío, ¡docenas! y yo cayaba, queriendo conservar la paz de mi casa. Pero esta mujer de ahora no es igual que las otras.

Algunas noches se llena la casa de guitarristas y bailaoras: cuantas muchachas de Sevilla aprenden el cante y el baile. Con ellas van sus maestros y sus familias y hasta los más remotos parientes; todos se hinchan de aceitunas, de salchichón y de vino, y doña Sol, sentada en un sillón como una reina, pasa las horas pidiendo baile tras baile, todos los de la tierra.

Los palillos sonaban con gozoso chasquido; las siluetas de las bailaoras pasaban y repasaban por delante de la cancela, en actitudes ora arrogantes, ora lánguidas y desmayadas, siempre provocativas, llenas de promesas voluptuosas. Estos eran los patios que podían llamarse tradicionales.

Sus criados, unos mozos que han venido con ella, estirados y serios como lores, van puestos de frac, con grandes bandejas, repartiendo copas a las bailaoras, que, en plena jumera, les tiran de las patillas y les echan huesos de aceituna a los ojos. ¡Unas juergas de lo más honestas y divertidas!... Ahora doña Sol recibe por las mañanas al Lechuzo, un gitano viejo, que da lecciones de guitarra, maestro de los más castizos, y cuando no la encuentran sus visitas con el instrumento en las rodillas, está con una naranja en la mano. ¡Las naranjas que lleva comidas esa criatura desde que llegó! ¡Y aún no se ha hartado!...