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Venían graves, firmes, imponentes hacia ellos, como si tuviesen seguridad de arrollarlos y sepultarlos para siempre entre sus pliegues, pero a las cinco o seis varas de distancia se dejaban caer en tierra desmayadas, expresando su pesar con un rugido inmenso y prolongado. Los torrentes de espuma que salían de su ruina venían extendiéndose y resbalando por la arena a besarles los pies.

Muchas noches despertaban las niñas en sus camas oyendo al otro extremo de la casa el rasgueo de las guitarras, los lamentos del cante hondo, el taconeo del baile; y veían pasar por las ventanas iluminadas, al otro lado del patio, grande como una plaza de armas, los hombres en mangas de camisa con la botella en una mano y la batea de cañas en la otra, y las mujeres con el peinado alborotado y las flores desmayadas y temblonas sobre una oreja, corriendo con incitante contoneo para evadir la persecución de los señores o tremolando sus pañolones de Manila como si quisieran torearles.

La botica se había colmado después de desmayadas y contusos; y a don Adrián, y a Leto y al mancebo, y al mismo Cornias, les faltaba tiempo para disponer antiespasmódicos y aplicar compresas de árnica y vegeto, y hasta alguna que otra tira de aglutinante. No se había visto otra ni se volvería a ver tan pronto, en Villavieja.

Una Relación contemporánea del suceso que se conserva en la Biblioteca Colombina, y que debió ser escrita por un testigo ocular, dice al llegar á este punto: «El humo, la confusión, voces y llantos, particularmente de las mujeres, fué tan grande, que unas se arrojaban de las ventanas, otras de los corredores y otras caían desmayadas, medio muertas; fué mucho mayor el daño que la turbación les causó, que el que el mismo fuego les pudiera hacer, si advertidamente y con orden fueran saliendo; pero como el miedo de la muerte no da lugar á estos discursos, cayendo unas y tropezando otras en las caídas, empezaron juntamente con el humo á subir al cielo las voces y quejas de los que se ahogaban sin remedio, como las de los que faltándoles ya las mujeres, ya los maridos, ya los hijos, ya los parientes y amigos, juzgaban el peligro en que quedaban aunque estaban ya fuera.

Todas estas cosas revolvía en mi fantasía, y me consolaba sin tener consuelo, fingiendo unas esperanzas largas y desmayadas, para entretener la vida, que ya aborrezco.

Algunas veces, la bestia, imitando al amo, detenía el paso y quedaba inmóvil, con las orejas desmayadas, como si dormitase, hasta que la despertaban un tirón de riendas y un juramento. La lluvia cesó al amanecer. Una luz violácea se filtró por entre las nubes, que pasaban bajas como si fuesen a rozar los tejados.

Tenía unos ojos grises, grandes, crédulos, de cordero sencillo y retozón: el pelo lacio, de un rubio blanquecino, colgaba en desmayadas mechas sobre la cara tostada y rojiza, sembrada de pecas.

Al fin pareció quedar inmóvil, sumiéndose en los lejanos términos del horizonte solitario, en la llanura sin límites, donde le harían dormitar con las velas desmayadas las ardientes calmas diurnas; donde avanzaría de noche igual a un fantasma, rodeado de espumas fosforescentes, balanceándose la luna enorme y amarillenta entre el boscaje de su arboladura.

Privados de ir más adentro, á causa de su uniforme, permanecían allí, mirando con cierta envidia á los «civiles». Unos se mantenían erguidos, sin dolencia visible, con una delgadez de aguiluchos, la nariz picuda, los ojos audaces, el bigote alborotado; otros, de cara juvenil, se encogían como valetudinarios, apoyados en sus bastones, con el pecho hundido bajo las desmayadas arrugas del paño del uniforme, y haciendo una larga pausa de reconcentrada voluntad cada vez que deseaban mover sus piernas.

Una estela de polvos de tocador y vagas esencias de jardín artificial seguía el aleteo de las faldas desmayadas y flácidas, con brillantes pajuelas de oro o plata; el crujiente arrastre de los tejidos sedosos; el brillo de las espaldas desnudas suavizadas con una capa de blanquete; la tersura de las nucas, sobre las que se elevaba el edificio de un peinado extraordinario, el primero de una navegación que únicamente se había prestado hasta entonces a exhibir sombreros de paseo y velos de odalisca.