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Todo mi ser necesita respirar la felicidad de que por fin se siente saturado. ¡Quiero gritar a todos, a todos quiero hacer ver la felicidad que me inunda el alma!... ¡Estás loca! grité. ¡, desde que soy tuya! No; eso no era posible. Si hubiera sido cierto, si yo hubiera debido creerlo, yo también me hubiera vuelto loco. ¡No es cierto! ¡No te creo! exclamé.

Después, extinguida su risa, que asombraba a Rafael, continuó más tranquilo: Pues esa señora extranjera, como dices, es de aquí, y ha nacido en la misma calle que . ¿No conoces a doña Pepa, la del médico, como la llaman; una señora pequeña que tiene un huerto junto al río y vive en una casa azul que se inunda siempre que sube el Júcar?

Sin embargo, entre las ideas aisladas, que hemos expuesto acerca del mérito literario de nuestro poeta, nada hemos dicho de otras prendas que lo adornan; pero, ¡cuán indecible es la gracia y el agrado, de que reviste á sus imágenes! ¡Cuánta la lozanía y sencillez, que les prestan tan irresistible atractivo! ¡Cuán arrebatadoras y naturales las simpatías que nos inspiran! ¡Con qué torrente caudaloso de poesía inunda los objetos más insignificantes, adornándolos con los más bellos colores y con las más lindas flores! ¡Cuán mágico el poder, con que sabe cerrar el círculo seductor de la poesía, conmoviendo nuestro corazón, ya con los más suaves acordes, ya arrastrándonos con su brío y su violencia! ¡Cuánta, cuán viva y delicada es su jovialidad al lado de la seriedad más grave é imperiosa! ¡Cuánta es la claridad y la exactitud, con que en sus composiciones se reflejan la vida y la naturaleza en enérgicos rasgos, ofreciéndonos una fiel imagen del mundo, de la completa existencia y de los afectos de la humanidad, empleando sólo el arte en separar las excrecencias y angulosidades de la materia, y redondeando sus ásperas masas con plástica armonía!

Horacio no se equivocó, en efecto: Jacobo comenzó inter pocula sus confidencias, hablando lentamente, muy bajo, a retazos, como un hombre agobiado de pena que destila gota a gota por los labios la amargura que inunda su alma... Abrumábale el peso de un remordimiento, de una espantosa catástrofe de que había sido él causa involuntaria, obligándole a huir de Constantinopla con el corazón hecho pedazos y la conciencia salpicada de sangre...

Al anochecer, el crepúsculo hace ostentación de su magia; el sol tiene fantasías, aparece en un fondo de nubes rojo, da a la superficie de las olas reflejos rosados e inunda a veces el mar de luz dorada, dejándolo como un metal fundido. Por marzo, cuando el invierno ha pasado; cuando la estufa, encendida por los rayos solares en el verano, se extingue por completo, el mar está frío.

Si no tememos á pesar de la lluvia y el viento huracanado, detenernos en la orilla, protegidos por el pobre abrigo que ofrece el tronco de un sauce, veremos con cuánta rapidez puede aumentar el caudal del arroyo, cómo se aumenta la velocidad de su corriente, llena su cauce hasta los bordes y, salvando las orillas, inunda los campos cultivados.

Apenas vencerme puedo, que, oprimido el corazon, infunde al alma afliccion con los fantasmas del miedo. ¡Se van! A mi pobre nido silencioso y escondido, no podrá prestar amor el dulce y tibio calor de su aliento bendecido. Va á faltarle la armonía de sus gritos de alegría, de su voz, timbre de plata que la inocencia retrata y que inunda el alma mía. ¡Te has roto, dulce cadena! ¡Ay!

Porque aquella naturaleza seria y salvaje, aquellos valles profundos cortados por riachuelos, salpicados de caseríos sumergidos en un mar de verdura, a que las distintas luces y los distintos matices parecen prestar flujos y reflujos fecundados por el trabajo, santificados por iglesias, siempre verdes, siempre bellos, siempre pavorosamente melancólicos, como lo es en la imaginación del campesino vasco la idea misteriosa de las Maitagarris, tienen algo de la silenciosa majestad de un templo, de la serena tristeza de los paisajes de otoño, que parecen llorar y sonreír al mismo tiempo; de la suave melancolía que inunda el alma al caer de la tarde, cuando la campana de la iglesia hace resonar el toque del Ángelus y se despide el día murmurando al oído del hombre aquella palabra mil veces repetida, sin pensar jamás en su alcance infinito: ¡Adiós!...

Y todo está animado, vivificado por un rico caudal de sangre roja, que, aun teniendo en cuenta la diferencia de tamaño, sobrepuja infinitamente en abundancia á la de los mamíferos terrestres. Herida la ballena, inunda el mar con su sangre, enrojeciéndolo gran trecho. Nosotros la derramamos á gotas, mientras que ella prodígala á torrentes.

En tal periodo, las tempestades se forman de repente por la parte del sud: se oye entónces tronar estrepitosamente por todos lados: ruge el viento sud, y á par que cae el rayo, un verdadero diluvio inunda todo el suelo.