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Ahora no diréis como yo que es un digno convento el convento de Santa Magdalena; porque, en fin, figuraos una pobre joven encerrada en él, con sus diez y ocho años, sus ojos negros y su corazón español que late bajo su escapulario. A primera hora, maitines, una larga plegaria en una iglesia sombría y helada; después vísperas, después la misa, después la novena, después el Angelus ¿y qué sé yo?
El alegre volteo de la campana cede en esos cortos momentos sus bulliciosos ecos á las tristes, melancólicas y pausadas notas que se desprenden del bronce, yendo á mezclarse con el Ángelus que murmura la lengua y el recuerdo que despierta la mente.
El señor de Avrigny tomó el pulso a su hija, notando que ya desaparecía poco a poco de las extremidades. A las cinco oyose la campana de una iglesia próxima que tocaba el angelus, llamando a la oración a los fieles. Un pajarillo se posó en la ventana, entonó un gorjeo y emprendió el vuelo de nuevo, perdiéndose en los aires.
Los famosos pintores de frescos, así antiguos como modernos, dándose cuenta de esto, pintaron por largos planos, con tintas monótonas, esquivando la sensación obvia de volumen y profundidad; fueron deliberadamente superficiales. Yo interrumpo a la sombra locuaz, de voz de eunuco: En la iglesia vecina ha sonado el Ángelus meridiano. En una hora interrumpiré mi trabajo.
Villaverde me convidaba a recorrer sus calles desiertas, y el acento tierno y conmovido de los míos resonaba en mis oídos regocijado y amante. De aquel ensueño me sacaba la voz del Rector o el toque de Ángelus en la cercana Catedral.
Casi todas las tardes se arma allí tertulia y grata conversación, siendo los más constantes el escribano, el boticario, nuestro don Paco y el señor cura, quien al toque de oraciones recita el Angelus Domini, al que responden todos quitándose el sombrero y santiguándose y persignándose.
Me dispuse a seguir los consejos del «pomposísimo Cicerón», y de tardecita, poco antes de que sonara el «Angelus», me encaminé a la casa de Castro Pérez. Vivía a espaldas de la Parroquia, en un caserón vetusto y sombrío. Cuando llegué al zaguán me ví tentado de retroceder e ir a charlar a casa de don Procopio. Hice de tripas corazón y avancé hasta la puerta del despacho.
En todo tiempo se levantaba a las cuatro de la mañana para rezar maitines y oración por los agonizantes, tornando a acostarse hasta las nueve, que oía misa, rezada por su capellán; a las doce angelus, antes de almorzar; por la tarde lecturas piadosas, vísperas, cinco llagas, recepción de visitas honestas y paseo en coche; antes de comer un rato de meditación en la capilla, y después de la comida otro rosario, letanía, y recomendación del alma: a las nueve y media se acostaba.
Los tres abetos plantados por mi madre conservan su follaje y sus brisas melodiosas. Sale y se pone el sol por entre las mismas nubes, y se disfruta aún de la misma calma interrumpida tan sólo por el sonido de la campana al tocar el Angelus o por el ruido cadencioso de los trillos que baten las mieses en las eras.
Se quedó solo, meditó profundamente toda la noche, y cuando las campanas del Angelus y la primera claridad del día le sacaron de su ensimismamiento, se pasó la mano por la ancha frente, y dijo: Por mucho que haga, no puedo creer en la eternidad. Después añadió sonriendo: ¡Y no me disgustaría equivocarme!
Palabra del Dia
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