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Narró los más insignificantes pormenores de su vida con Soledad desde hacía algún tiempo, complaciéndose en enumerar los desaires que de ella recibía y en pintar los humillantes testimonios de idolatría que él la prodigaba sin lograr suavizarla. Cuanto más amoroso y humilde se mostraba, más se embravecía ella y peor le trataba. Comenzó riendo y terminó llorando como una criatura.

Pero la espera no debilita las energías del joven autor; al contrario, seguro de vencer, busca recomendaciones, insiste, suplica, porfía, amenaza, y luego, diplomáticamente, se amansa y vuelve á rogar. ¡Cuánta paciencia, cuántos paseos inútiles, cuántas antesalas humillantes le cuesta el pequeñísimo honor de ser leído! ¿El señor director? Acaba de marcharse. ¡Demonio! ¿A qué hora podré verle?

Y encima de los golpes, humillantes para su dignidad de bravo, la certeza del encierro en el Seminario; la negra sotana, semejante a las faldas de las mujeres, y el pelo cortado al rape, perdiendo para siempre aquellos bucles que asomaban arrogantes bajo las alas de su sombrero; la tonsura, que haría reír o infundiría un frío respeto a las atlotas, y ¡adiós bailes y noviazgos! ¡adiós cuchillo!...

Á toda costa, á costa de la prudencia, acudió Pérez contra el peligro, avisándolo secretamente al Embajador de Inglaterra, á fin de que su Gobierno lo desvíara , mientras que sin temor de colocarse en oposición abierta con el Secretario de Estado, decía al Rey, en presencia de aquél, que sólo un insensato sería capaz de hablarle de transacciones humillantes .

Pero él, pagado de las vanidades sociales y seducido por la voz del egoísmo, no había atendido a este ruego que la desdichada mujer no se había atrevido a formular con sus labios. Sentía ira profunda contra mismo y se apellidaba interiormente con los adjetivos más injuriosos y humillantes.

De acuerdo con lo ya expuesto, el previsor y hábil Tiburcio lo preparó todo de la manera más conveniente, para que la partida de Morsamor no fuese con lágrimas humillantes y amargas, como nacidas de desdenes, sino con alegría, y hasta con cierto estrépito y alborozo según a un héroe y futuro conquistador correspondía y cuadraba.

La Gorgheggi miró en rededor, se aseguró de que no había testigos, le brillaron los ojos con el fuego de una lujuria espiritual, alambicada, y, cogiendo entre sus manos finas y muy blancas la cabeza hermosa de aquel Apolo bonachón y romántico, algo envejecido por los dolores de una vida prosaica, de tormentos humillantes, le hizo apoyar la frente sobre el propio seno, contra el cual apretó con vehemencia al pobre enamorado; después, le buscó los labios con los suyos temblorosos....

Y es que el joven, viendo las claras señales que ella daba de arrepentimiento, las pruebas un tanto humillantes de su simpatía hacia él, no se apartase de la obediencia, no la siguiese jamás ni buscase ocasión de encontrarse con ella en el paseo. Esto, a la larga, iba irritando su amor propio. Parecía que aquel señor tomaba con demasiada afición el papel contrario.

Todas aquellas ideas tristes y humillantes las había despertado en su espíritu el diablo del habilitado con aquella ojeada retrospectiva al año cuarenta. ¡La historia! ¡Oh!, la historia en las óperas era una cosa muy divertida... Semíramis, Nabucodonosor, Las Cruzadas, Atila... magnífico todo... pero las de Gumía, las de Castrillo... tanta muerte, tanta vergüenza, tanta dispersión y podredumbre... esto encogía el ánimo.

Cierto día, habiéndola encontrado la vizcondesa en su alcoba deshecha en llanto a consecuencia de una de esas humillantes escenas que la señora de Montauron no le evitaba, rogóle vivamente su amiga que abandonase el servicio de la vieja dama, aceptando un asilo en su propia casa.