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Además se complacía en defenderle en todas partes y a boca llena le apellidaba el primer poeta español de su siglo. Un día fue invitado para la velada que en honor suyo debía celebrarse al día siguiente en el salón paraninfo de la Universidad. Como admirador, como discípulo y amigo íntimo, ocupó un puesto en primera fila, «entre los alabarderos» como él mismo decía riendo a su maestro.

Muchísimo la molestó esta grosera bellaquería, que tan duramente la apellidaba; pero disimuló y se reportó durante muchos días, sin decir nada a su padre.

Así decia dando al pescador la mitad de todo el dinero que traía de Arabia; y el pescador atónito y confuso besaba las plantas del amigo de Cador, y le apellidaba su ángel tutelar. Zadig no cesaba de preguntarle noticias, y de verter llanto. ¿Cómo, señor, exclamó el pescador, tambien sois desdichado siendo benéfico?

Y entonces vio que por una calle estrecha, la de Santiago, subía D. Benito el Mayor, escribano, hombre delgado y muy pequeño, que venía soplándose las manos y traía un rollo de papel debajo del brazo izquierdo. Le llamaban D. Benito el Mayor para distinguirle de don Benito el Menor, otro escribano, éste muy buen mozo, que se apellidaba como el Mayor, García y García.

Pero él, pagado de las vanidades sociales y seducido por la voz del egoísmo, no había atendido a este ruego que la desdichada mujer no se había atrevido a formular con sus labios. Sentía ira profunda contra mismo y se apellidaba interiormente con los adjetivos más injuriosos y humillantes.

Y en el seno de la confianza, particularmente entre los amigos de D. Juan Estrada-Rosa, no se contentaba con decir que Fernanda valía en todos sentidos más que su ex-novio, sino que apellidaba a éste con mil epítetos pesados; jayanote, pavo, santurrón, hipócrita, etc.

Cuando se apellidaba general y tenía coroneles a sus órdenes, hacía dar en su casa, en San Juan, doscientos azotes a uno de ellos por haberle ganado mal, decía; a un joven doscientos azotes, por haberse permitido una chanza en momentos en que él no estaba para chanzas; a una mujer en Mendoza que le había dicho al paso, «adiós mi general», cuando él iba enfurecido porque no había conseguido intimidar a un vecino tan pacífico, tan juicioso, como era valiente y gaucho, doscientos azotes.

Y aunque así no fuera: ¿De qué valían las glorias y loores del mundo, de este «nido de hormigas», como lo apellidaba el inspirado religioso? ¿No era, acaso, todo ello castillo de cañas para el fuego de la muerte? ¿Qué más valía el paso de un hombre sobre la tierra?... Cualquier frágil baratija duraba más que su dueño.

Llamábase León, o se apellidaba, que esto muy pocos lo sabían de cierto nos decía Duarte. Unos le llamaban D. León y otros Sr.

Cuando al meterse en la cama aquella noche recordaba el lance, se le encendía la sangre y disparaba injurias mentales contra la rústica chicuela. Por la mañana, al vestirse, todavía las seguía disparando, porque todavía seguía recordando el desaire. Al mediodía lo mismo. Allá en el pensamiento, y aun entre dientes, la apellidaba tonta, soez, presumida y hasta fea.