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Actualizado: 15 de noviembre de 2025
Vimos á trechos asomar por encima de estos, árboles frondosos que subian al parecer desde el fondo de los patios: recordamos que los orientales guardan para el interior la belleza que otros pueblos se complacen en desarrollar en el esterior de sus edificios; y no pudimos menos de concebir la esperanza de descubrir todavía, aunque desfigurada y rota, una ciudad morisca.
El orden que reinó en el banquete fué mucho, y ni una miga de pan, ni una botella rota, ni un plato arrojado, nada hubo que denunciara que allí habían comido tantas personas. La compostura de nuestros soldados es grande, ellos que saben ser buenos y heroicos en la guerra, saben ser también finos, educados, caballerosos, en la paz.
En seguida examinó al paciente con mano hábil y práctica en este género de operaciones; todo con tanta seguridad y destreza, que todos callaron, y sólo se oía en la pieza el ruido de la agitada respiración del paciente. El señor duque dijo el cirujano, después de haber concluido su examen tiene el tobillo dislocado y la pierna rota, sin duda por haber cargado en ella todo el peso del caballo.
«Alzóse en su patria soberbio tirano, De libres la senda mostrónos su mano Y heróico el primero por ella cruzó. Y justos principios alzando en su espada Llevó el estandarte de santa cruzada Que en rota y victoria seis veces se vió.
Por la mañana saliendo de su despacho se encontró en el corredor con ella. Estaba pálida. Se acercó a él y cayó en sus brazos. Tristán la estrechó contra su pecho. Lloraron en silencio largo rato. Ambos sentían que su felicidad estaba rota, que algo siniestro se cernía sobre ellos y que no les dejaría hasta secar el amor en su corazón.
Nuestros Capitanes se detuvieron antes de entrar en Philadelphia, reconociendo algunos lugares vecinos adonde se pudieron haber retirado y rehecho; pero todo lo hallaron libre de los Turcos; á quien el miedo hizo alargar muchas leguas. Entra en Philadelphia el ejército victorioso. Ganánse algunos fuertes que el enemigo tenía cerca de la ciudad, y dan segunda rota á los Turcos junto á Tiria.
En ocasiones solemnes, á través de las ricas pieles forradas de raso blanco, se transparenta la joya afortunada, el inseparable collar. Es como la túnica de seda que la odalisca viste interiormente y á la que tiene tanto apego, no dejándola hasta que está usada, rota y completamente fuera de combate, sabiendo como sabe que es un talismán, el aguijón infatigable del amor.
Ovidio, no acaba de ponderar las miserias de Tomis; pero si hubiera visto á Rota dijera, que era el Tomis del mismo Tomis.»
Lucía, como una flor que el sol encorva sobre su tallo débil cuando esplende en todo su fuego el mediodía; que como toda naturaleza subyugadora necesitaba ser subyugada; que de un modo confuso e impaciente, y sin aquel orden y humildad que revelan la fuerza verdadera, amaba lo extraordinario y poderoso, y gustaba de los caballos desalados, de los ascensos por la montaña, de las noches de tempestad y de los troncos abatidos; Lucía, que, niña aun, cuando parecía que la sobremesa de personas mayores en los gratos almuerzos de domingo debía fatigarle, olvidaba los juegos de su edad, y el coger las flores del jardín, y el ver andar en parejas por el agua clara de la fuente los pececillos de plata y de oro, y el peinar las plumas blandas de su último sombrero, por escuchar, hundida en su silla, con los ojos brillantes y abiertos, aquellas aladas palabras, grandes como águilas, que Juan reprimía siempre delante de gente extraña o común, pero dejaba salir a caudales de sus labios, como lanzas adornadas de cintas y de flores, apenas se sentía, cual pájaro perseguido en su nido caliente, entre almas buenas que le escuchaban con amor; Lucía, en quien un deseo se clavaba como en los peces se clavan los anzuelos, y de tener que renunciar a algún deseo, quedaba rota y sangrando, como cuando el anzuelo se le retira queda la carne del pez; Lucía que, con su encarnizado pensamiento, había poblado el cielo que miraba, y los florales cuyas hojas gustaba de quebrar, y las paredes de la casa en que lo escribía con lápices de colores, y el pavimento a que con los brazos caídos sobre los de su mecedora solía quedarse mirando largamente; de aquel nombre adorado de Juan Jerez, que en todas partes por donde miraba le resplandecía, porque ella lo fijaba en todas partes con su voluntad y su mirada como los obreros de la fábrica de Eibar, en España, embuten los hilos de plata y de oro sobre la lámina negra del hierro esmerilado; Lucía, que cuando veía entrar a Juan, sentía resonar en su pecho unas como arpas que tuviesen alas, y abrirse en el aire, grandes como soles, unas rosas azules, ribeteadas de negro, y cada vez que lo veía salir, le tendía con desdén la mano fría, colérica de que se fuese, y no podía hablarle, porque se le llenaban de lágrimas los ojos; Lucía, en quien las flores de la edad escondían la lava candente que como las vetas de metales preciosos en las minas le culebreaban en el pecho; Lucía, que padecía de amarle, y le amaba irrevocablemente, y era bella a los ojos de Juan Jerez, puesto que era pura, sintió una noche, una noche de su santo, en que antes de salir para el teatro se abandonaba a sus pensamientos con una mano puesta sobre el mármol del espejo, que Juan Jerez, lisonjeado por aquella magnífica tristeza, daba un beso, largo y blando, en su otra mano.
Un anochecer lo encontró después de un combate, pero tendido en el suelo entre otros cadáveres, con la frente rota, la masa cerebral al descubierto. El rictus de la muerte era en él una sonrisa serena. ¡Pobre Castro!... ¿Qué sería de doña Clorinda?... El príncipe deja de pensar en esto. Otros cadáveres le atraen.
Palabra del Dia
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