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Actualizado: 20 de octubre de 2025


Seguro estoy dijo este a su prima de que mi tía me hace la honra de llamarme para tener la satisfacción de echarme una peluca. Ya veo despuntar un sermón entre sus labios apretados, una filípica en su nebuloso entrecejo y una reprimenda de a folio, a caballo sobre su amenazante nariz. Pero... ¡qué feliz ocurrencia! Voy a armarme de un broquel.

Del mismo modo me imagino yo esas ciudades fantásticas, mezcla de Italia y de Alemania, por donde Musset hace pasearse el incurable tedio de su Fantasio y la peluca solemne y necia del príncipe de Mantua.

Es agraciada y simpática más que hermosa; la tez morena, los ojos rasgados y negros, lo más bonito de su rostro; la boca un poco grande, pero fresca con dentadura admirable. Está vestida de dama del tiempo de Luis XV, con una peluca blanca que le sienta a maravilla. No toma parte apenas en la conversación.

Los Borbones dijo la señorita de Porhoet, metiendo repetidas veces su aguja de tejer en su rubia peluca los Borbones son de buena nobleza, pero tomando repentinamente un aire modesto hay mejores añadió. Por lo demás, es imposible no inclinarse ante esta vieja niña, tan augusta, que lleva con una dignidad sin igual la triple y pesada majestad del nacimiento, de la edad y de la desgracia.

Era la tal persona ni alta ni baja, airosa, aunque parecía pretender apariencias de desgarbo y desmayo, y más años de los que pesaban sobre sus huesos; era su traje negro de tercianela, con botones dorados en la ropilla, gorguera larga de puntas lacias, peluca rubia de guedejas desmadejadas, pañizuelo blanco y rosario con medallas pendientes de la pretina, medias calzas negras, zapatos con grandes lazos, y gorra asimismo de tercianela; un rodrigón, en fin, en el traje, pero sólo en la apariencia, que quería ser de viejo, sin conseguirlo; que el vigor de la juventud se patentiza a mismo, por mucho que quiera encubrírsele, y no eran aquellas redondas, carnosas, finas y bien contornadas piernas de sexagenario, ni aquellos pies diminutos, a despecho de los gruesos zapatones; ni casaban bien con aquella frente despejada, serena y tersa, las descomunales narices bermejas y ásperas que bajo ella nacían: a disfraz trascendía todo el pergeño del rodrigón, y por mujer bella y joven, que para algo que la importaba habíase disfrazado, túvola Cervantes; y como ella creciese en la atención con que le miraba, pasando sus ojos de él a Margarita y de Margarita a él, en más cuidado se puso, y acabó por convencerse de que el fingido rodrigón no era otra cosa que una muy apuesta y gentil moza, que en vano con todos aquellos trebejos y nariz postiza había cargado, y antojósele que tal vez aquello tenía que ver algo, y aun mucho, con su adorada doña Guiomar; y no se engañaba, porque el rodrigón fingido no era sino Florela, que con las ropas del rodrigón García había procurado encubrirse, añadiendo unas narices de pasta que en otro tiempo había usado ella para una mogiganga, y que había guardado.

A pocos pasos de ellos un señor grueso y miope leía su periódico, un grupo de mujeres charlaba y hacía labores. Una señora con peluca roja y dos perros alguna vecina que bajaba al jardín para dar aire á sus acompañantes pasó varias veces ante la amorosa pareja sonriendo discretamente. ¡Qué fastidio! gimió Margarita . ¡Qué mala idea haber venido á este lugar!

, señores decía un hombre de reducida estatura cubierto con una peluca empolvada, y cuyo vestido estaba adornado de cordones; ¡por mi parte, nada temo, y, en consecuencia, hablo muy alto!... ¿Creerán ustedes que yo, grande de España, conde de Fonseca, marqués de Priego, he hecho una antesala de dos horas en el palacio de nuestro Rey? Como yo murmuró en voz baja Carvajal.

Señor D. Paco, señor preceptor, ¿por qué tiene usted destrozada la ropa?... ¡Pues y ese gran cardenal en el carrillo...? ¿Ha estado usted quitando telarañas con la peluca?

Había descuidado su fortuna por dedicarse a sus galanteos, y después de una larga carrera, el pobre anciano no tenía otros bienes que su buen humor, sus cavatinas, su vestido negro y aquella prodigiosa peluca que me divertía extraordinariamente. »Cierto día entró en su habitación, contra su costumbre, sin cantar. Yo le miré con inquietud. »¿Está usted malo, Gerardo? le dije.

El cura sacudía la cabeza con aire satisfecho, tomaba rapé con entusiasmo y repetía en todos los tonos: ¡Bien, muy bien! Durante todo este tiempo entreteníame yo en contar las manchas de su sotana y en imaginarme lo que parecería con peluca negra, calzón corto y casaca de terciopelo rojo, como la que mi tío abuelo ostentaba en su retrato.

Palabra del Dia

mármor

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