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Actualizado: 20 de octubre de 2025


No usaba peluca, y sus abundantes cabellos rubios, no martirizados por las tenazas del peluquero para tomar la forma de ala de pichón, se recogían con cierto abandono en una gran coleta, y estaban inundados de polvos con menos arte del que la presunción propia de la época exigía.

Esto basta para que sepamos en cierto modo a qué atenernos respecto a sus propiedades morales y físicas. Manuel Antonio no era joven. Frisaría en los cincuenta años, disimulados con esfuerzo heroico por toda la batería de afeites conocidos entonces en Lancia, que no eran muchos ni muy refinados. Una peluca bastante rudimentaria, algunos dientes postizos mal montados, un poco de negro en las cejas y de carmín en los labios, mucho patchoulí y un traje de fantasía apropiado para realzar los residuos de su belleza.

Inspector Pue, ocurrido hacía unos ochenta años; y que también en un periódico de nuestros días había visto el relato de la extracción de sus restos mientras se restauraba la Iglesia de San Pedro, en cuyo pequeño cementerio estaban enterrados. Por más señas que sólo hallaron un esqueleto incompleto y una enorme peluca bien conservada.

Colgaban de las paredes algunos retratos viejos, de familia, por orden de antigüedad, desde la cota de malla hasta la peluca y las chorreras; dos grandes cornucopias de talla dorada, semejantes a las que había en mi habitación de la casona de Tablanca, y un San Jerónimo penitente, muy estropeado.

Pero a aquel buen señor, retratado en la Sala Capitular con peluca blanca, labios pintados y ojos azules, le llamaban más los goces del mundo que las grandezas de la Iglesia, y abandonó el arzobispado para casarse con una dama de modesta estirpe, riñendo para siempre con el monarca, que lo envió al destierro.

Vinieron escenas sobre escenas, personajes sobre personajes, cómicos y ridículos como el bailli y Grenicheux, nobles y simpáticos como el marqués y Germaine; el público se rió mucho del bofeton de Gaspard, destinado para el cobarde Grenicheux y recibido por el grave bailli, de la peluca de éste que vuela por los aires, del desorden y alboroto cuando cae el telon. ¿Y el cancan? pregunta Tadeo.

Era moreno de rostro, viva la mirada, tan abundoso el pelo, que acaso sea peluca, de gentil talle, galán y airoso, con esa hermosura masculina, que consiste antes en la simpática expresión de la fisonomía y natural elegancia de la persona que en la corrección de las líneas: tipo muy de su tierra que pudiera aceptarse como la personificación del caballero español de su tiempo.

Enormes lápidas de piedra con caracteres latinos cantaban la gloria de los diversos príncipes soberanos que habían hecho construir estas costosas obras de defensa, ahora anacrónicas é inútiles. Lubimoff esperaba ver surgir de las garitas algún granadero de uniforme blanco y vueltas de grana, llevando sobre el negro mostacho y la peluca con polvos una mitra de oro.

»No tenía, por mi parte, otra satisfacción que la de ver a mi maestro de música, un hábil organista, un napolitano de unos cincuenta años de edad, cuyo entusiasmo, cuyos gestos, y sobre todo, cuya peluca me hacían reír; éstos eran los únicos momentos que tenía de distracción en tan sombría morada.

Eran sus dibujos del gusto francos que la dinastía había traído á España; y en los cinco lienzos que lo formaban, había amanerados grupos de pastoras discretas y pastores con peluca al estilo de Watteau, género que hoy ha pasado á los abanicos. Desde dicha noche se detuvo, y no hubo medio de hacerle andar un segundo más. El reloj, como sus amas, no quiso entrar en este siglo.

Palabra del Dia

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