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Actualizado: 13 de septiembre de 2025
El Magistral siguió adelante, dio vuelta al ábside y entró en la sacristía. Era una capilla en forma de cruz latina, grande, fría, con cuatro bóvedas altas. A lo largo de todas las paredes estaba la cajonería, de castaño, donde se guardaba ropas y objetos del culto. Encima de los cajones pendían cuadros de pintores adocenados, antiguos los más, y algunas copias no malas de artistas buenos. Entre cuadro y cuadro ostentaban su dorado viejo algunas cornucopias cuya luna reflejaba apenas los objetos, por culpa del polvo y las moscas. En medio de la sacristía ocupaba largo espacio una mesa de mármol negro, del país. Dos monaguillos con ropón encarnado, guardaban casullas y capas pluviales en los armarios. El Palomo, con una sotana sucia y escotada, cubierta la cabeza con enorme peluca echada hacia el cogote, acababa de barrer en un rincón las inmundicias de cierto gato que, no se sabía cómo, entraba en la catedral y lo profanaba todo. El perrero estaba furioso. Los monaguillos se hacían los distraídos, pero él, sin mirarles, les aludía y amenazaba con terribles castigos hipotéticos, repugnantes para el estómago principalmente. El Magistral siguió adelante fingiendo no parar mientes en estos pormenores groseros, tan extraños a la santidad del culto. Se acercó a un grupo que en el otro extremo de la sacristía cuchicheaba con la voz apagada de la conversación profana que quiere respetar el lugar sagrado. Eran dos señoras y dos caballeros. Los cuatro tenían la cabeza echada hacia atrás. Contemplaban un cuadro. La luz entraba por ventanas estrechas abiertas en la bóveda y a las pinturas llegaba muy torcida y menguada. El cuadro que miraban estaba casi en la sombra y parecía una gran mancha de negro mate. De otro color no se veía más que el frontal de una calavera y el tarso de un pie desnudo y descarnado. Sin embargo, cinco minutos llevaba don Saturnino Bermúdez empleados en explicar el mérito de la pintura a aquellas señoras y al caballero que llenos de fe y con la boca abierta escuchaban al arqueólogo. El Magistral encontraba casi todos los días a don Saturnino en semejante ocupación. En cuanto llegaba un forastero de alguna importancia a Vetusta, se buscaba por un lado o por otro una recomendación para que Bermúdez fuese tan amable que le acompañara a ver las antigüedades de la catedral y otras de la Encimada. Don Saturnino estaba muy ocupado todo el día, pero de tres a cuatro y media siempre le tenían a su disposición cuantas personas decentes, como él decía, quisieran poner a prueba sus conocimientos arqueológicos y su inveterada amabilidad. Porque además del primer anticuario de la provincia, creía ser y esto era verdad el hombre más fino y cortés de España. No era clérigo, sino anfibio. En su traje pulcro y negro de los pies a la cabeza se veía algo que Frígilis, personaje darwinista que encontraremos más adelante, llamaba la adaptación a la sotana, la influencia del medio, etc.; es decir, que si don Saturnino fuera tan atrevido que se decidiera a engendrar un Bermúdez, este saldría ya diácono por lo menos, según Frígilis. Era el arqueólogo bajo, traía el pelo rapado como cepillo de cerdas negras; procuraba dejar grandes entradas en la frente y se conocía que una calvicie precoz le hubiera lisonjeado no poco. No era viejo: «La edad de Nuestro Señor Jesucristo», decía él, creyendo haber aventurado un chiste respetuoso, pero algo mundano. Como lo de parecer cura no estaba en su intención, sino en las leyes naturales, don Saturno así le llamaban después de haber perdido ciertas ilusiones en una aventura seria en que le tomaron por clérigo, se dejaba la barba, de un negro de tinta china, pero la recortaba como el boj de su huerto. Tenía la boca muy grande, y al sonreír con propósito de agradar, los labios iban de oreja a oreja. No se sabe por qué entonces era cuando mejor se conocía que Bermúdez no se quejaba de vicio al quejarse del pícaro estómago, de digestiones difíciles y sobre todo de perpetuos restriñimientos. Era una sonrisa llena de arrugas, que equivalía a una mueca provocada por un dolor intestinal, aquella con que Bermúdez quería pasar por el hombre más espiritual de Vetusta, y el más capaz de comprender una pasión profunda y alambicada. Pues debe advertirse que sus lecturas serias de cronicones y otros libros viejos alternaban en su ambicioso espíritu con las novelas más finas y psicológicas que se escribían por entonces en París. Lo de parecer clérigo no era sino muy a su pesar.
13 Uncid al carro dromedarios, oh moradora de Laquis, que fuiste principio de pecado a la hija de Sion; porque en ti se inventaron las rebeliones de Israel. 15 Aun te traeré heredero, oh moradora de Maresa; la gloria de Israel vendrá hasta Adulam. 16 Mésate y trasquílate por los hijos de tus delicias; ensancha tu calvicie como águila; porque fueron transportados de ti.
Vistiendo un smoking azul con galones de oro, brillándole la calvicie sudorosa y acariciándose las barbas, iba desenredando lentamente su madeja oratoria. Una gran parte del auditorio no le comprendía, pero todos conservaban la mirada puesta en él, con la fijeza de la incomprensión, aumentándose con esto los titubeos verbales del marino.
LA CHOUTE. La mujer que no quiere envejecer, no envejece. LA DAMA. ¡Es sorprendente...! Dadas estas condiciones, no vacilo en confiarme a los cuidados de una persona tan experta. ¿Y sus cabellos...? ¡Son soberbios...! LA CHOUTE. ¡Gracias a un tratamiento especial! Estaba amenazada de calvicie completa; un médico el nuestro me ha reimplantado, uno a uno, veinticinco mil cabellos.
Porque eso es lo principal dijo sonriente el señor Colignon, procurando rebajar el diapasón dramático de la escena a un tono más cuoloquial y tranquilo. Belarmino permanecía baja la testa, de precoz calvicie; un haz de luz venía al soslayo a clavarse en ella, como una espada en la cabeza de un mártir.
Decís bien, exclamó doña Guiomar, en lo de vuestra enemiga contra los calvos, que yo tengo para mí, que, como decís vos, la gran parte de las veces lo que la calvicie causa es el fuego de los malos y perversos pensamientos que en la cabeza arden, y queman la raíz de los cabellos y los mata.
Su cabeza se había despoblado en algunos puntos, ocultándose la calvicie bajo largos mechones de pelo rubio, restos de su pasada hermosura, que ella peinaba con arte. Su piel blanca y aterciopelada tenía manchas rojas, extrañas excoriaciones, que a veces se hinchaban formando abscesos.
Iba a salir el enemigo: ¡atención!... Empuñó la escopeta para hacer fuego apenas se mostrase el extremo del arma enemiga; pero quedó inmóvil y confuso al ver que era una falda negra rematada por unos pies desnudos dentro de viejas alpargatas, y sobre esto un busto mísero, encorvado y huesudo, una cabeza cobriza y arrugada, con sólo un ojo, y ralos cabellos grises que dejaban brillar entre sus mechas el barniz de la calvicie.
En conjunto, su rostro pareciera afeminado a no acentuarlo la aguda nariz, diseñada correctamente, y la frente espaciosa, predestinada a la calvicie.
Palabra del Dia
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