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Febrer los adivinó en la obscuridad por el olor de cáñamo de las alpargatas nuevas y el de lana burda de sus mantones y jaiques. Las chispas rojas de los cigarros indicaban en el fondo del porche otros grupos en espera. ¡Bono, nit! dijo Febrer al llegar. Sólo le respondieron con un leve gruñido.

Las atlotas, agarradas del talle o apoyadas unas en los hombros de otras, miraban con virtuosa hostilidad a los mozos, que se pavoneaban en el centro de la plaza, las manos metidas en el cinto, el ancho castoreño echado atrás para dejar al descubierto las rizos de su frente, el cuello envuelto en bordado pañuelo o corbata de cintas, y las alpargatas de inmaculada blancura casi ocultas por la boca del pantalón de pana en forma de pata de elefante.

Llevaba raído el uniforme, sujetas las alpargatas una con cinta y otra con tomiza, y puesta sobre el capote una manta de color indefinido, en cuyos pelos habían quedado prendidas briznas del maíz seco sobre que pasó la noche. ¡Trae el fusil, modrego, que no pués con tu alma! dijo de pronto a su compañero, viéndole anhelante y fatigoso.

Creía que era la vida de otro; algo que había presenciado y conocía con exactitud, pero perteneciente a la historia de una existencia ajena. ¿En realidad aquel Jaime Febrer que había rodado por Europa y había tenido sus horas de orgullo y de triunfo era el mismo que habitaba ahora una torre junto al mar, rústico, barbudo y casi salvaje, con alpargatas y sombrero de payés, más habituado al ruido de las olas y el chillido de las gaviotas que al trato de los hombres?...

Iban en traje de marcha y con todos los arreos de campaña: bota al cinto, ros enfundado, manta liada al cuerpo, y a la espalda morralillo, en cuya blanca tela destacaba limpia y bruñida la tartera para el rancho: en los pies alpargatas, levantada en el empeine la polaina para facilitar el paso, y recogidas en el correaje las puntas del capote, dejando ver los pantalones rojos, que se movían acompasadamente por filas como miembros de una máquina viva.

Tenía la cabeza enteramente descubierta y llena de greñas, el rostro encendido, el cuerpo envuelto en un andrajo que parecía el residuo de una capa, los pies metidos en dos cosas asquerosas que en otro tiempo habían sido alpargatas. Todo nos volvíamos mirar a un lado y a otro explorando la calle en busca de nuestro literato, sin lograr hallarle.

Al ver a aquellas gentes que hacían sonreír a los mallorquines como si fuesen extranjeros, Jaime sonrió también, mirando con interés sus trajes y figuras. Eran, indudablemente, un padre con su hija y su hijo. El campesino calzaba alpargatas blancas, sobre las que caía la ancha campana de un pantalón de pana azul.

Y mientras que nuestra embarcación rodaba cubierta por el oleaje, la suya parecía saltar y deslizarse por las olas... ¡Virgen del Carmen! apostaría este par de alpargatas nuevas a que si el gitano tocase con el dedo la pila del agua bendita, ésta se estremecería y herviría como si hubiesen metido un hierro candente. Puede ser dijo Flores ; pero es lo cierto que mi noticia es positiva.

En un momento, todo el espacio libre que había ante los músicos se cubrió de faldas pesadas, bajo cuyo rígido y múltiple ruedo movíanse los pequeños pies, metidos en blancas alpargatas o amarillos zapatos. Las anchas bocas de los pantalones cimbreábanse a un lado y a otro con el rápido movimiento de los saltos o el enérgico pateo que hería la tierra levantando nubecillas de polvo.

En la cocina de Can Mallorquí, los pretendientes de Margalida formaban una masa de alpargatas enlodadas y cuerpos humeantes por la evaporación de sus ropas húmedas. Esta noche el cortejo sería más largo. Pep, con aire paternal, había permitido a los atlots que esperasen después de pasada la hora del galanteo. Sentía lástima por aquellos muchachos, obligados a caminar bajo la lluvia.