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Actualizado: 5 de mayo de 2025
Con todos trababa conversación; rasgo curioso: van generalmente descalzos, pero llevan en la cintura, a guisa de puñal, un par de alpargatas nuevecitas. Además, al flanco, la eterna peinilla, el facón de nuestros gauchos, hoja larga, chata y filosa.
Habían colocado en el centro de la plaza varios troncos enormes, sujetos por palos hincados en la tierra, para que no rodasen. Sonó de nuevo el chistu y el dambolin, y salieron los partidores de leña, llevando al hombro sus hachas relucientes. Arrojaron á un lado las boinas y alpargatas, y subiéndose sobre los troncos, comenzaron su trabajo.
Otra preguntaba si valía el quinqué de petróleo. A las niñas que debían salir al portal con velas, se les pusieron los pañuelos de Manila llamados de talle, y la que tenía botas nuevas se las calzaba; la que no, salía como estaba, con las alpargatas llenas de agujeros. «No se quiere lujo, sino decencia» repetía Guillermina, que comunicaba su actividad febril a todos los vecinos y vecinas de la casa.
Las rústicas beldades de nítido rebocillo, trenza suelta y blancas alpargatas atraían a los pulcros y señoriales Febrer con una fuerza irresistible. Cuando doña Purificación se quejaba de las largas excursiones de caza que emprendía su hijo por la isla, éste se quedaba en la ciudad, pasando el día en el jardín para ejercitarse en el tiro de pistola.
Tenía este caballerito ala y media de rizadas y finísimas plumas, que le caían por la trasera con desmayada gentileza, y calzaba sus pies de mujer con botitos, coturnos o alpargatas; que de todo había un poco en aquella elegantísima interpretación de la zapatería angelical. Por la cabeza le corría una como guirnalda con cintas, que se enredaban después en su brazo derecho.
Toda la ciudad le había conocido calzando alpargatas, cultivando como arrendatario un pequeño huerto.
Era fuerte, valiente, tímida, tostada por el sol y por el aire del mar, con las cejas un poco juntas. Aquel día estaba vestida de fiesta: llevaba una blusa clara, una falda azul, medias rojas y alpargatas blancas. Cualquier cosa la confundía y la turbaba. Me pareció ser una excelente amiga para Mary y que la tenía mucho afecto. Mary me dijo que ellas iban al faro.
Y empezó una carrera loca en el profundo cauce, andando á tientas en la sombra, dejando perdidas las alpargatas en el légamo del lecho, con los pantalones pegados á la carne, tirantes, pesados, dificultando los movimientos, recibiendo en el rostro el bofetón de las cañas tronchadas, los arañazos de las hojas rígidas y cortantes.
Tirando de aquí y de allá, podían pasar aquel día; pero ¿y el siguiente? Yo no tenía ya ni dinero ni quien me lo diera. Debía no sé cuántas fanegas de judías, doce docenas de alpargatas, tantísimas arrobas de aceite; no me quedaba que empeñar o que vender más que el rosario. Los primos, que me sacaban de tantos apuros, ya habían hecho los imposibles... Me daba vergüenza de volver a pedirles.
Calzaban alpargatas, cubríanse la cabeza con boinas, pero encima de ellas, como si fuesen las enseñas del oficio, llevaban con solemnidad, uno de ellos un sombrero de copa, y el otro una teja de cura de un negro verdoso.
Palabra del Dia
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