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Actualizado: 19 de mayo de 2025
Mientras se peinaba, Jaime se contempló en un espejo antiguo, rajado y de luna nebulosa. Treinta y seis años: no podía quejarse de su aspecto. Era feo, con una fealdad «grandiosa», según expresión de una mujer que había ejercido cierta influencia sobre su vida. Esta fealdad le había proporcionado algunas satisfacciones amorosas.
Y al pensar esto, mirándose al espejo, mientras se lavaba y peinaba, De Pas sonreía con amargura mitigada por el dejo de optimismo que le quedaba de sus reflexiones de poco antes. Estaba desnudo de medio cuerpo arriba. El cuello robusto parecía más fuerte ahora por la tensión a que le obligaba la violencia de la postura, al inclinarse sobre el lavabo de mármol blanco.
Su cabeza se había despoblado en algunos puntos, ocultándose la calvicie bajo largos mechones de pelo rubio, restos de su pasada hermosura, que ella peinaba con arte. Su piel blanca y aterciopelada tenía manchas rojas, extrañas excoriaciones, que a veces se hinchaban formando abscesos.
A esas horas del día la toilette de don Narciso era negligente; pero daban las cuatro, y, no bien había entrado el gallego cuotidiano con las viandas, don Narciso se engolfaba en los antros profundos de la trastienda, sacaba del interior del mostrador un pan de jabón de España, se lavaba con él, en un lavatorio cojo de hierro con pies de sátiro, y a la luz de un cabo de vela, se acariciaba el cuello y la pechera de la camisa para quitarles el aspecto marchito que la labor del día les había impreso; tomaba el peine desdentado de su uso y se peinaba sin agregar otra pomada a sus ensortijados cabellos que un poco de goma de membrillo elaborada por él mismo para su uso particular.
Peinaba graciosamente sus cabellos, y solía adornarse con alguna flor; de ordinario con entreabierto capullo de rosa, purpúreo o blanco, que hacía parecer más intensa la negrura de aquel pelo sedoso, negro como las alas del cuervo. Todas las noches, al despedirnos, le decía yo: Linilla: esa flor....
Pepita seguía, con una expresión de lástima en los ojos, el tocado rápido de su madre, que se peinaba á ciegas sin el menor rasgo de coquetería. Mamá, ponte la capota negra; es muy bonita y te sienta bien. Doña Cristina movió la cabeza. No, hija, nada de sombreros. Eso pasó. Cada cosa á su edad. Ya soy vieja y no está bien que quiera lucirme en unas reuniones que son para bien de la religión.
Juan, que acariciaba los mármoles, que seguía por las calles a los niños descalzos hasta que sabía donde vivían, que levantaba del suelo las flores pisadas, si no lo veían, y les peinaba los pétalos, y las ponía donde no pudiesen pisarlas más. De la misma manera, y con aquel deleite honrado que produce en un espíritu fino la contemplación de la hermosura, había Juan mirado a Sol largamente.
Era muy decidido partidario de las instituciones vigentes. Se peinaba por el modelo de los sellos y las pesetas, y en cuanto al calzado lo usaba fortísimo, blindado. Creía que esto le daba cierto aspecto de noble inglés. «Yo soy muy inglés en todas mis cosas decía con énfasis sobre todo en las botas». «Militaba» en el partido más reaccionario de los que turnaban en el poder.
Tenía, como su hermano, tez de linfática blancura, encubriendo el afeite las muchas pecas: los ojos no grandes, pero garzos y expresivos, y rubio el cabello, que peinaba con arte.
La alcoba en que dormía Juanita no tenía más luz que la que entraba por un ventanillo redondo, abierto sobre la puerta de la alcoba que daba salida a la sala. En esta, y no en la alcoba, donde no había espacio bastante, se lavaba, se peinaba y se vestía Juanita todas las mañanas. En la alcoba apenas había más muebles que la cama, una mesita de noche, un armario para vestidos y tres sillas.
Palabra del Dia
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