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Al abrir mi puerta me sorprendí desagradablemente al ver en el estrecho corredor á la mujer del conserje de la casa, que pareció demudarse por mi brusca aparición. Esta mujer había estado en otro tiempo al servicio de mi madre, quien le tomó cariño y le dió al casarla la posición lucrativa que hoy tiene.

Yo creo que . Yo también lo he creído. Sufre... Algunas veces la he sorprendido llorando, y he comprendido la causa de sus lágrimas: he comprendido que estaba enamorada. Un día la sorprendí mirando un retrato. ¡Un retrato! ¿pero de quién? No lo . Al verme se puso vivamente encarnada, se volvió y ocultó el retrato en el pecho.

Sorprendí una ó dos veces sus miradas clavadas sobre con una especie de perplejidad extraordinaria. La señora de Laroque, por su parte, me miraba á menudo con aire de inquietud y de indecisión, como si hubiera deseado y temido al mismo tiempo, entablar conmigo alguna conversación penosa.

Y así fué cómo lentamente sorprendí el secreto de su naturaleza; su clara frente que el cabello descubre, tan clara y despejada, luego me contó la rectitud de su pensar; su sonrisa, de una nobleza tan intelectual, fácilmente me reveló su desdén hacia lo mundano y lo efímero y su incansable aspiración hacia un vivir de verdad y de belleza; cada gracia de sus movimientos me tradujo una delicadeza de su gusto; y en sus ojos diferencié lo que en ellos tan adorablemente se confunde, luz de razón, calor de corazón, la luz que mejor calienta la lumbre que más ilumina... La certeza de tantas perfecciones bastaba ya para hacer doblar, en una adoración perpetua, las rodillas más rebeldes.

Más de una vez me sorprendí contemplándola con un sentimiento maternal, si puedo decirlo, pues desde que estaba en correspondencia seguida con Roberto, me figuraba que verdaderamente tenía la felicidad de ambos en mis manos. En mi presunción, me consideraba fácilmente como un buen genio, vestido de blanco, con una palma en la mano, y cuya sonrisa vertía bendiciones.

Si la dejamos que siga rodeada de caballos y perros, pajes, monteros y soldados, cuidando halcones y aprendiendo, la muy taimada, trovas francesas, que tal hacía cuando la sorprendí ayer en su cuarto, ¿cómo ha de servir para esposa de un noble compañero y para gobernar un castillo, cual lo he hecho yo en vuestras largas ausencias, con un centenar de hombres de armas y sirvientes á sus órdenes, la mitad de los cuales sólo entienden de holgar y beber cerveza?

Embebido en mis pensamientos me sorprendí varias veces a mismo riendo como un pobre de mis propias ideas y moviendo maquinalmente los labios; algún tropezón me recordaba de cuando en cuando que para andar por el empedrado de Madrid no es la mejor circunstancia la de ser poeta ni filósofo; más de una sonrisa maligna, más de un gesto de admiración de los que a mi lado pasaban, me hacía reflexionar que los soliloquios no se deben hacer en público; y no pocos encontrones que, al volver las esquinas, di con quien tan distraída y rápidamente como yo las doblaba, me hicieron conocer que los distraídos no entran en el número de los cuerpos elásticos, y mucho menos de los seres gloriosos e impasibles.

Dos o tres veces la sorprendí mirándome sin motivo, como si aun estuviese bajo el dominio de una sensación persistente: luego las obligaciones de cortesía le devolvieron poco a poco el aplomo.

En seguida nos sentamos a la mesa y almorzamos en familia. Nos encontrábamos solos y, como la víspera, los vi reservados e indiferentes; pero, mejor enterado ahora, ¡cuánto amor sorprendí en aquellos ojos que se evitaban constantemente, en aquella fingida frialdad, en aquella silenciosa unión de voluntades, fiel regulador de todos sus pensamientos!

Y nunca he dudado que me compadeció desde el fondo del corazón, a poco que razonara sobre los peores desastres que podía presumir en el porvenir incierto de su propia vida. Trabajaba cuando le sorprendí. Su mujer estaba cerca de él y tenía en el regazo un niñito de seis meses que les había nacido durante mi destierro. Eran dichosos.