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Ahora te ha dado por proteger a ese Tenorio fiambre, y le quieres más que a , y a él le atiendes y a no, y de él te da lástima, y a , que tanto te quiero, que me parta un rayo». Rompió a llorar la señora, y Benina que ya sentía ganas de contestar a tanta impertinencia dándole azotes como a un niño mañoso, al ver las lágrimas se compadeció.

Y nunca he dudado que me compadeció desde el fondo del corazón, a poco que razonara sobre los peores desastres que podía presumir en el porvenir incierto de su propia vida. Trabajaba cuando le sorprendí. Su mujer estaba cerca de él y tenía en el regazo un niñito de seis meses que les había nacido durante mi destierro. Eran dichosos.

Deje eso me dijo el médico, no es para usted. ¿Qué, entonces? le respondí. Y señalé el fúnebre lujo de mi casa que continuaba encendiendo lentamente catástrofes, como rubíes. El hombre se compadeció. Prueba sulfonal, cualquier cosa... Pero sus nervios no darán. Sulfonal, brional, estramonio...¡bah! ¡Ah, la cocaína!

Estimó mis torturas, ponderó mi heroísmo, ensalzó mi lealtad; pero no se compadeció de en aquellos decisivos instantes, en los cuales aún era posible imprimir nuevos rumbos a mi destino, cuando no lo intentó siquiera.

Compadeció sobre todo a la duquesa que debía infaliblemente sucumbir a tantos golpes, y tomó sobre la tarea de anunciarle gradualmente la enfermedad y la muerte de Germana, aplicándose a fortificar el debilitado entendimiento del viejo duque. Se tranquilizó sobre las consecuencias de su loca generosidad: era evidente que el señor de Villanera no dejaría en la miseria a su suegro.

Retorcíase los brazos con tal desesperación que el doctor se compadeció de él y abrazándole le dijo: Oye, Amaury. Nuestra misión redúcese ya ahora a endulzar su muerte en lo posible, yo con mi ciencia y con tu amor: cumplamos nuestro deber con fidelidad. Ahora sube a tu cuarto; ya te llamaré cuando puedas ver a Magdalena.

La cólera, la sorpresa y todas las emociones que la ahogaban, se resolvieron en un hondo sollozo, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. Germana ignoraba que se llorase de rabia. Compadeció a su enemiga y exclamó ingenuamente: ¡Pobre mujer! Las dos lágrimas se secaron instantáneamente, como las gotas de lluvia que caen en un cráter.

D. Tomás compadeció a su amigo D. Carlos Navarro, y después, como el otro sacara a relucir la guerra y el aspecto que tomaba, dijo con aparente candor, verdadera máscara de su marrullería, que, según su opinión, las cosas no pasarían adelante. Por no verse precisado a hablar más, apretó la mano de su amigo y siguió paseando por la muralla.

Es como lo anterior, evidente, que el maligno polaco, riéndose una vez más de las gracias del animal, compadeció, si cabe en lo posible, a su vecino que iba a construir un alambrado infranqueable por su toro. Seguramente se frotó las manos: ¡ no podrán decir nada esta vez si toro come toda avena!

Esta vez, papá no mandó buscar al médico: podía fijar el dianóstico él mismo. Hasta mamá se compadeció de los sufrimientos de la desdichada, tanto como se lo permitía su apatía, y ésta no consentía que se alejase de la estufa para atender a su hija enferma.