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Acordaos de su visita del año pasado al castillo de Malvar, donde se presentó con gran golpe de senescales, justicias, condestables, monteros y guardas. En una de las cacerías vigilaba yo la verja de Glendale cuando héte al rey que me echa encima su caballo, diciendoOuvrez, ouvrez!" ó cosa parecida. ¿Es ese el rey que ahora tenemos los ingleses?

La sangre se agolpó al rostro de Roger, que abandonando su asiento, exclamó imperiosamente: ¡Callad! ¡Qué vergüenza! ¡Vos, vos, un anciano que debería dar buen ejemplo á los otros! La sorpresa de todas aquellas gentes fué profunda. ¡Por las barbas del rey de Francia! exclamó uno de los monteros. El estudiantino ha recobrado el uso de la palabra y va á echarnos un sermón.

La carroza se había detenido en una encrucijada, por donde decían los monteros que debía pasar el jabalí. Me rodeaba mi servidumbre, á caballo, y cuatro damas que me seguían estaban detrás en otra carroza. Hacía mucho calor, y yo sudaba. Pedí agua, y don Rodrigo partió y volvió al punto, trayéndomela en un vaso de oro.

Ese sobrino mío no tiene vergüenza ni decoro afirmó gravemente la condesa de Monteros. ¡Un hombre casado! dijo Luisa Natal, que hacía excelente menaje con su marido, ciego cumplidor de todos los caprichos de su mitad.

, vamos, vamos; la escena será chistosa. Levantáronse, y recogieron aprisa abanicos, sombrillas y velos, precipitándose hacia la puerta. Eh, ¡señoritas! decía la condesa de Monteros . No corran ustedes tanto, yo no soy tan joven como ustedes, y voy a quedarme atrás.

Viendo que la cosa iba de veras, levantáronse precipitadamente los guardabosques y monteros para poner paz, mientras la ventera y el físico se dirigían ya á los campesinos y leñadores, ya al brioso Tristán, procurando aplacarlos con buenas palabras.

Ataide exclama, cuidadoso, mas sereno: ¡el leon en montería, el feroz divertimiento que da á su doliente Leila Aben Jucef el soberbio! ¿Mas por qué de las bocinas no se percibe el acento, ni los ardientes lelíes de los ágiles monteros, ni acorralando á la fiera el ladrido de los perros? ¿Por qué esos rugidos suenan solitarios y siniestros, y la vega los repite cual los repite el Desierto cuando su rey vaga errante de hambre y sed calenturiento.

Y se acercan los rugidos, los gritos son más intensos, y ya se ven las centellas que arrancan los cascos férreos de los duros pedernales en su escape turbulento. ¡Santo Allah! ¡si fuese ella! exclama Ataide partiendo como un rayo hácia el peligro, de ansiedad henchido el pecho, enardecido, magnífico, ardientes los ojos fieros, en el alma acariciando de una esperanza el misterio, y exclamando miéntras corre más veloz y más intrépido: ¡Ah, no! ¡que no sobrevengan los altivos caballeros, ni los monteros feroces, ni los irritados perros! ¡Yo solo, yo, con tu amparo Santo Allah, salvarla quiero!

Les dijo, por medio de uno de sus monteros, que podían ir andando, pues no tardaría en alcanzarlos. La mañana estaba nublada y fresca. El toldo de nubes que cerraba herméticamente el horizonte no era, sin embargo, muy espeso: la luz pasaba por él sin trabajo. Del lado del Oriente se percibía la redonda masa inflamada del sol, prisionero entre cendales plomizos.

Al encargarse del gobierno político y militar del Callao, en 1824, el brigadier don José Ramón Rodil, hallábase condecorado con las cruces de Somorso, Espinosa de los Monteros, San Payo, Tumanes, Medina del Campo, Tarifa, Pamplona y Cancharrayada, cruces que atestiguaban las batallas en que había tenido la suerte de encontrarse entre los vencedores.