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Gorra en mano, y acechando al hablar con sus ojos pequeños y vivos todo el contorno, repitió la historia que Medrano le había referido, en lo alto de la torre, durante una hora de beodez. Juraba por todos los santos, daba los más verosímiles indicios, y afirmaba que cuando doña Guiomar se había casado con el caballero Lope de Alcántara ya estaba preñada del moro.

Hablaba la anciana, con muchos pormenores, de un festejante, Emilio Medrano, cuyos hijos, ya viejos, ni se acordarían de ella; un festejante que, muy rendido a ella durante algún tiempo, cesó repentinamente en su empeño galante. Nunca supe yo por qué se retiró. Hoy estuve toda la mañana pensando si no serían intrigas de una amiga, una compañera que tuve en el colegio de las Salesas.

Sólo veo un medio de salir de mi apuro: referir aquí con brevedad y tino, si soy capaz de tanto, la discusión que acaban de tener en mi casa dos señores que han venido á visitarme, y por dicha se han hallado juntos en ella. Es el uno, D. Valentín León y Bravo, capitán de caballería retirado, y el otro, el hábil diplomático D. Prudencio Medrano y Cordero, retirado también, ó dígase jubilado.

Después de tres días, como Medrano no llegaba, Ramiro resolvió continuar sin esperarle. Era una mañana esplendorosa de principios de mayo.

Cuando se hubo rendido por entero al pecado, y la arrancaron de su embriaguez los primeros anuncios de la maternidad, creyó enloquecerse. Sin esperar, reveló todo a su padre. Entretanto el seductor desaparecía de Segovia. Medrano fue encargado de ir en su busca. Poco después, en Arévalo, el mismo desconocido se presentó al escudero, declarando su nombre y su raza. Era un morisco.

Fecha: Madrid 8 de octubre de 1622. Manuela. Ana. D. Juan Ramírez Fadrique. El capitán Medrano Cosme. El bastardo de Mansfel Juan Jerónimo. El obispo de Holestald Vargas. El duque de Bullón Jusepe. Don Gonzalo Juan Bautista. Don Francisco de Carros Manuel. El barón de Tili Narbáez. Dos Músicos. La encomienda bien guardada. Autógrafo. Fecha: Madrid 16 abril de 1610. Doña Luisa Mariana.

Era doña Giomar, la madre de Ramiro. Sus ojos fosforescían en la penumbra como humedecidos por lágrimas recientes, y su voz, de un timbre demasiado bajo tal vez, moduló con severa dulzura: Ya os he dicho otras veces, Medrano, que Ramiro no ha menester destos alardes. ¿Por qué le habéis dado la espada?

Una vez en la cuadra del granero, mientras buscaba su talabarte, Medrano contó brevemente lo que pasaba. En la vecina heredad, Cerbero, el perrazo que servía de guardián en los portones, se había vuelto rabioso, mordiendo a un lacayo y escapando hacia el monte.

Medrano tenía en Avila numerosas amistades; pero su más generoso camarada, ya fuera que se tratase de beber en compañía una bota de San Martín o de procurarse algunos doblones en un caso de apuro, era el portugués Diego Franco, campanero de la Iglesia Mayor, que habiendo trabajado de pelaire en Segovia, fue más tarde tamborilero en Brujas y en Amberes, de donde trajo su gran afición a las campanas.

Cierta mañana escuchó una voz de mujer a pocos pasos de la gruta: Cantan de Oliveros e cantan de Roldán e non de Zurraquín, fue gran barragán. Cantan de Roldán o canta de Olivero e non de Zurraquín, fue gran caballero. Era un doble estribillo que Medrano, el escudero, no se cansaba de repetir. Pareciole la voz de Casilda. ¿No sería algún engaño de los sentidos?